9.-El regreso

Cinco
Yo vivo en mí
y no en alguna parte,
tampoco en ninguna,
que aquí hay poco
pero hay de todo
y si un ladrillo, cuesta imaginar:
el barro y el horno...
lo demás, se levanta solo.


Setenta y uno
Busco
una verdad residente
que se albergue en mí
al menos lo que dura una noche,
o tan solo un instante,
lo justo para recordar
que había una vez
una certeza.
Sobre los cimientos 
-Ochenta poemas para un regreso-



Fue a mediados de la primavera, después de una visita inesperada y agridulce de Tuna Raspa. Yo estaba tocando el arpa de boca en el Coche huevo, hacía muchas semanas que no la veía, la echaba de menos, entró, y se sentó a mi lado:
—El amor es malo, Yoser, te lo puedo asegurar.
Llevaba sandalias rojas con hebilla de hueso tallado. Pulsera de conchas finas que tintineaban como el cristal. Y una espiga de mies en el pelo.
—¿Vienes de revolcarte con el faneca ése?
—No es un faneca... Es una persona amable. Y tiene las manos muy grandes, y más suaves todavía...
Tuna Raspa escondió la cabeza entre los hombros y me miró desde abajo, con un brillo esperanzado en los ojos. Pestañeó una vez, dos veces, tres veces, y en el último aleteo pude ver cómo ese brillo se multiplicaba en una lágrima que llenó el cuenco del ojo y se detuvo al borde, como esperando reunir la tristeza suficiente para saltar y dividirse mejilla abajo y apagarse para siempre... Pero la rabia lo impidió, y los dientes apretados tiraron de esa lagrima hacia adentro y se la bebieron.
—O sea, que no te quiere...
—No.
—¿Cuánto no...
—Rotundamente, No.
Tuna Raspa se puso en pie, y de inmediato se volvió a sentar. Clavos las uñas en sus rodillas, sujetando bien las piernas. Llevaba unas mallas ajustadas de escamas de plástico azul claro que vibraban como si estuviera a punto de echar a correr.
—¿Le das miedo?
—Eso también.
—Entonces qué...
—Si lo supiera, lo hubiera evitado.
Cruzó las piernas, las descruzó, se echó hacia atrás en el asiento, y luego las estiró. Volvió a pelear con la misma lágrima de antes.
—Quieres decir que lo sabías, y no lo evitaste.
—Eso también, pero menos...
—O sea, decidiste que decidiera él...
—...pero no decidió precisamente lo que yo pensé que iba a decidir.
—Bueno... es libre para escoger, ¿no?
—No debería serlo, no si estaba enamorado.
Tuna Raspa se levantó de un salto, salió del Coche huevo y se marchó. Pensé que se había ido pero regresó poco después, con la cara lavada. Una chica de quince años, encerrada en un cerebro más grande que ella misma, abatida por vez primera por el más primitivo de los garrotes. Oh, el amor...
Estuvimos abrazados y cogidos de la mano hasta que se hizo de noche, riendo los dos juntos, y a ratos llorando ella. Estaba tan dolida y tan desesperada que brillaba de futuro. De su boca salían sueños, fantasías, proyectos alucinantes para Alagua: un edificio monumental e increíble, una máquina ergonómica  para desescamar el pescado, que por cierto décadas más tarde existiría, y también un grupo de música desestructurada... Cada palabra suya intentaba reinventar el mundo, todo con tal de sentir que partía de cero. No la recuerdo más bella que en aquel instante. Cuando se marchó, y se despidió con un simple hasta luego, abrí el original del Preludio del promontorio, que ya había dado por finalizado diecinueve veces, y escribí bien grande en la última hoja: Rotundamente, Sí.
 
Al día siguiente ya estaba en marcha. No quise avisar de mi vuelta, mi regreso, mi reincorporación, o como quiera que se denomine al hecho de abandonar el Horizonte oxidado después de dos años y medio de retiro voluntario y poner de nuevo los pies en Alagua. Tampoco nadie me esperaba, o más bien todos esperaban que no regresara jamás. Yoser Pez, sí, aquel que se fue, se quedó colgado de sí mismo y ya no pudo regresar. Como si acaso se pudiera regresar. Regresar es un verbo paradójico, imposible. Nunca se regresa, salvo que no te hayas ido, en cuyo caso tampoco. Pero de algún modo hay que llamarlo, verdad. El lenguaje no es inocente, nunca es inocente, salvo que sólo contenga palabras sin dirección, palabras poco matizadas, desvaídas...
No voy a decir que aquel día tuviera muy buen humor, hubiera sido raro que lo tuviera entonces. Vivía cabreado. Desde el incidente del theremín, la comunicación con Serena Fala y los suyos se había interrumpido por completo. Me había sentido intelectualmente desamparado. Sólo contaba con la ayuda de mis amigos, que durante los últimos tiempos se habían visto forzados a visitarme con más frecuencia de la deseada porque les preocupaba demasiado mi salud. Cinco largos meses en los que tuve dificultades para alimentarme porque no tenía tiempo ni para pescar. Desde que abría los ojos hasta que los cerraba, o se me cerraban, no hacía otra cosa que trabajar en el Preludio del promontorio. Antes de caer rendido siempre me reprochaba el ir tan retrasado y procuraba dormirme planificando el día siguiente. Sentía el peso del compromiso, la urgencia de la cosecha que se pierde si no es recogida a tiempo. Todo era música, y más música, notas discutiendo con otras notas. Apenas escribía palabras, el diario estaba definitivamente muerto, y lo único que queda de aquel tiempo agotador es un librito de poemas breves, como los dos que encabezan este capítulo, escritos para animarme a volver a Alagua.
En aquellos cinco meses viví completamente secuestrado por mi obra. Recuerdo que un día llegó corriendo, como siempre, el bueno de Rito Escama, que venía del vertedero Rodríguez, y se desvió por la Arruga de chatarra para dejarme una lámina de  pescado seco en la puerta del Coche huevo. Le vi llegar, y quise decirle algo, pero mi mano escribía música y mi cabeza sonaba sin poder detenerse, y Rito se me quedó mirando, y no dijo nada, y esperó, y luego se enfadó y comenzó a marcharse, y yo quería decirle algo, darle las gracias, Rito, gracias, pero mi mano escribía notas y mi cabeza no dejaba de sonar.
ESO DE AHÍ, ES UN BACALAO, oí que me gritaba de lejos,  HAY QUE PONERLO A REMOJO DOS DÍAS, Y CAMBIARLE EL AGUA CINCO VECES... EL MUNDO SE ABRE, YOSER. HAY NUEVAS RUTAS DESDE EL VERTEDERO RODRÍGUEZ...
Escuché sus palabras y las recuerdo, sin embargo en aquel momento no logré decirle nada. No podía detenerme, debía registrar la música a la vez que la escuchaba en mi cabeza. O sea, todo el tiempo. Como un esclavo, o un rehén. Igual que ahora, pero entonces con mayor intensidad debido a mi corta edad. A los dieciséis años químicamente mi cuerpo llevaba las de perder con la testosterona, que quería dar las órdenes a toda costa, y el sexo más que una abstracción comenzaba a ser una tenaza. Terminar el Preludio me permitiría vivir, y lo necesitaba. Puedo verme, y me veo entonces, inclinado sobre las partituras, estrenando mis primeros dolores de espaldas, con las cervicales suplicando un descanso que ya nunca les concedería. En aquel momento tenía un plan, bueno o malo pero tenía uno, y lo seguí sin titubear, por fases, de un modo implacable, y sin rendirme en ningún momento. Fue mi primera obra musical seria, y al componerla fijé en mí los mecanismos que me permitirían ser un compositor durante toda mi vida. Aprendí que estar agotado no es disculpa, que nada lo es, y que todo problema complejo incluye en su planteamiento un libro de instrucciones que funcionan bastante bien si uno se toma la molestia de leerlo con calma.
Recuerdo en especial lo mucho que me desesperaba al principio el exceso brutal de trabajo y la escasez de resultados inmediatos, ya que la obra no estuvo compuesta ni sonó bien hasta que modelé todas sus piezas y luego éstas buscaron su propio engarzamiento, y la agobiante sensación que tenía en Todo momento de que Todo estaba a punto de irse al traste. Dudas. Muchas. Tantas como era capaz de plantear. Avanzar y retroceder, avanzar y retroceder, y regresar hasta a la primera nota, y corregirlo todo cuantas veces hiciera falta. Había momentos en que el Preludio era como una pasta densa que lo envolvía todo. Yo, en el Coche huevo, con el Preludio como un alma colorada que alimentaba a un pollo envuelto en clara amniótica. Claustrofobia de mí mismo. No me permitía ni el lujo de estar furioso para no perder energías. Hasta que un día, por fin, lo repasé entero y no le cambié ni una nota. En el octavo repaso, cambié una corchea por dos semicorcheas, y luego nada hasta la visita de Tuna Raspa. Ya no estaba componiendo, me limitaba a escuchar mi propia obra. Era el momento de volver.
No me llevé nada del Horizonte oxidado, sólo mis cuadernos y la bolsa de plástico trenzado e impermeable que hice antes de marcharme y destinada exclusivamente a albergar como un tesoro la partitura. Nunca volví a pisar aquel lugar y años más tarde, cuando el Horizonte oxidado comenzó a moverse y se alejó de la costa, no fui de los que estaban en primera fila para verlo. A veces el pasado tiene que serlo, y se puede, aun siendo preso, tener más paciencia que tus barrotes. Aunque es difícil, para qué negarlo.
Aquella tarde, la de mi regreso, no quise entrar por el camino de la costa. No quise ir acercándome a Alagua sino encontrarla, en cierto modo descubrirla. Tomé el camino interior, me demoré en la Arruga de chatarra, y salí por un costado al camino principal. Desde el Horizonte oxidado, el camino de entrada no podía verse porque quedaba oculto detrás de la escuela, y aunque yo sabía del flujo de personas desde y hacia ese lugar, no lograba hacerme una idea exacta de la cantidad. Y me sorprendió, y me alarmó. Esperé antes de entrar, y en unos minutos vi pasar dos carretas cargadas de suministros en dirección a Alagua, y una que salía de ella con un bombo gigante y una carga de pescado. Vi pasar corriendo un mensajero con un zurrón cargado de cartas. Dos hombres montados en una mula, seguidos de un niño en un burdégano muy feo y contrahecho. También dos mujeres arrastrando un enorme cerdo rosa, tan distinto a los cerdos salvajes de las marismas que yo conocía, oscuros y pequeños. Y un hombre orquesta. Y un grupo de cuatro muchachos con pinta de grupo preparado y listo para tocar allí mismo lo que tú quieras... Y todos, sin excepción, con su instrumento musical de factura propia echado al hombro, o a la espalda, o sujeto a la silla de la cabalgadura. La mitad de ellos, cantando o canturreando. Hablando, pocos.
 Me incorporé al camino con una sonrisa palurda y los ojos y orejas bien abiertos. Apenas comencé a caminar, oí a mi espalda el cascabel de una carreta y me eché a un lado para dejarla pasar. El mulo que tiraba de ella era poderoso, como el hombre que llevaba las riendas, gordo, calvo y colorado. Cruzó veloz, dejando dos estelas de polvo ocre, y entre ellas, sobre unos patines de oruga, cogida con una mano a la cartola trasera y arrastrando una máquina rara, iba una chica rubia y corpulenta que poco más adelante se soltó de la carreta y rodó con precisión hasta detenerse justo bajo la entrada de Alagua. El antiguo arco de chatarra estaba ahora apuntalado por un monumental andamio, todavía por terminar. Me resultó extraño, falso. Llegué sin prisa hasta él, y lo estaba mirando con reproche cuando la chica rubia se acercó a mí y me habló con una voz rasposa:
—Hola. ¿Dónde vienes? ¿Duende eres?
—Soy de aquí, de Alagua. ¿Y tú?
—Yo soy erusa.
—¿Erusa?
—De Rusia.
—¿Pero, Rusia existe?
—Todo sigue existiendo... ¿cómo llamas...
—Yoser Pez.
—Ilina Ileana. Todo sigue existiendo debajo de la basura, Yoser. Rusia también...
—¿Y cómo has llegado tan lejos?
—Después del Derrumbe, mi gente bajó hacia el Ecuador, por el frío. Generaciones caminando, cada una avanzando un poco. Comunidad cerrada. Llegamos hace un año al vertedero Rodríguez. Nos hemos asentado allí, de momento. ¿Tú conoces?
—No, no lo conozco. Yo no puedo alejarme de Alagua...
Miré al suelo, molesto.
—Ah, entiendo, eres un Restaurador. Mi respeto. La tierra escogió a los restauradores para que la limpien.
—Así es, somos los barrenderos del planeta.
—Cosa buena, Yoser Pez, ¿no sientes orgulloso?
—Para qué engañarnos...
Caminamos sin hablar hasta que dejamos atrás el arco de chatarra de la entrada, ahora ridículo arco triunfal. No me sentía a gusto allí, componer una obra sobre Alagua me había hecho detestarla, ya que amarla demasiado me hubiera impedido la distancia necesaria para hablar de ella, y ahora sentía hacia mi casa un curioso y crítico resentimiento. Imagino que por haber cambiado tanto sin estar yo presente... Para qué engañarnos, regresaba porque no tenía adónde regresar. De haber podido escoger sin duda hubiera tomado el camino contrario.
Vi al fondo la escuela y sin saber por qué reduje la marcha. Ilina Ileana se detuvo para esperarme y la máquina que arrastraba se atascó en un bache. Le ayudé a moverla. Me fijé mejor en ella y no era una máquina sino parte del motor de una máquina. Con una tapa verde oscuro, en la que destacaban unas letras en cirílico caligráfico, de color marrón y dorado viejo con ribete plateado.
—¿Qué pone?
—Mi nombre.
—¿Te llamas como eso...?¿Qué es?
—Un instrumento muy querido de mi familia. Lo único que nos llevamos de Rusia.  Es una parte del motor de un tractor. ¿Quieres oír como suena?
Asentí con la cabeza y le señalé un recodo del camino. Nos apartamos, ella se quitó los patines, calzó la máquina con unas piedras y comenzó a mover tuercas y ajustar piezas para afinar el instrumento. Mientras tanto me contó la historia de aquel tractor tan especial.
Por lo visto, en los tiempos anteriores al Derrumbe, hubo en Rusia una gran recesión con graves problemas de suministros y no conseguían aceite para el motor de los tractores. Como en el campo sobraba la grasa animal, los ingenieros rurales inventaron un modo de sustituir el aceite por mantequilla. Se trataba de una sencilla plataforma deslizante situada sobre la toma de aceite, en la que se ponía una barra de mantequilla que era introducida a presión en el motor. Se aplicó este sistema a una gama de tractores llamados Ilina Ileana, la de la gran belleza, y después de la recesión algunos conservaron el artilugio, que décadas más tarde ya era objeto de museo.
—Cuando mis antepasados abandonaron Rusia, querían llevarse el tractor, que lograron salvar del Derrumbe, pero en aquellas condiciones era insensato hacerlo, por el tamaño. Se llevaron sólo lo más... notable del Ilina Ileana. Con el paso de los años, de tanto manosearlo y tocarlo en las noches lejos de Rusia, la nostalgia hizo que surgiera de él la música. Mi nombre es en realidad un título, no lo recibí al nacer, sino al demostrar años más tarde mi habilidad con el instrumento.
Ilina Ileana abrió un compartimiento en el interior del motor, sacó una caja metálica termo sellada y de ella una barra de mantequilla oscura, mezclada con grasa consistente para mantenerla sólida. La introdujo en la plataforma, puso en marcha el motor y se escuchó un ronroneo suave, como si las entrañas de la máquina fueran de seda. Ilina me miró, alzó la cabeza para indicarme que comenzaba, y luego bajó la plataforma con fuerza e introdujo la mantequilla.
¿Cómo sonaría un motor de seda si alguien acariciara su interior con mantequilla sónica trabajada durante generaciones? No muy diferente al ronroneo de un Tiranosaurius Rex cuando se come una galleta. Raro. Muy raro. Y bastante sobrecogedor ver a Ilina Ileana espatarrada sobre el motor, aflojando y apretando tuercas con una llave de mango de metal y boca de madera. Algunos viandantes se acercaron para ver la escena pero casi de seguido continuaron su camino.
—Perdona, Ilina, pero se oye muy bajito, no se aprecia la música.
Ilina se bajó de la máquina, me cogió de la mano, me hizo pegar la oreja al motor tibio, y volvió a subirse en ella. Primero escuché un ruido como de tripas hambrientas y, en la cola de ese sonido, había una nota especial. ¿Cómo sonaría un do sostenido si se soltara y cayera por un barranco y pudiéramos oírlo caer? ¿Y si rebotara en el fondo y volviera convertido en astillas semifusas, llenas de luz? La música del Ilina Ileana parecía exigirle a cada nota un nuevo esfuerzo, otro intento, una nueva posibilidad. No afirmaba, dejaba en suspenso, preguntaba...
No supe qué decirle. Después de un buen rato de interpretación, yo estaba maravillado. La máquina olía a mantequilla cálida, su olor embriagaba un poco, Ilina tenía la mejilla pegada al metal, y me sonreía, y yo estaba a su lado, escuchando, y un poco perdido en sus ojos. De pronto, lentamente, el sonido se apagó y regresó el suave ronroneo del motor. Era la duración de una pastilla de mantequilla.
—En las grandes extensiones de basura de centroeuropa —me contó Ilina—, cuando los míos descendían hacia el sur, por la noche nos reuníamos para escuchar esta  música. Hay que guardar el máximo silencio y entonces se oye hasta diez metros de distancia, no más.
—Fantástico. Hay que buscar un modo de amplificar este sonido.
—Para eso he venido a Alagua. Dicen que aquí hay más música que en ninguna otra parte. Y que se inventan cosas... ¿Es cierto que habéis encontrado un theremín? El theremín lo inventó un ruso...
—¿Y tu familia no tendrá unos planos, por casualidad.?
—No. Pero hay otros rusos en el vertedero Rodríguez. Quién sabe. ¿Tú podrías construir uno, si tuvieras los planos?
—Yo no, pero sé de alguien que lo haría.
 
Entramos en la calle principal de Alagua y había tanta gente que apenas se veían las cosas. Era una intermitencia de cuerpos en movimiento que perecían dirigirse hacia todas partes a la vez. Sentí una presión en el pecho y me aparté hacia un costado. Ilina me siguió, intrigada. Me apoyé en un bidón de gasoil mediado de basura.
—¿Estás enfermo?
—Una ligera misantropía... ¿Qué es esto?
—Una basurera... Sirve para que la basura no ande tirada por ahí. En el vertedero Rodríguez las hay en cada diez pasos.
—¡Es absurdo, vivimos entre basura! No tiene sentido.
—¿No te gusta la limpieza?
—No sé lo que es.
—¿De dónde sales, Yoser Pez? Tu mundo... más lejos que Rusia.
—Mucho más lejos.
Se suponía que yo era el anfitrión en Alagua y sin embargo Ilina me hizo de perro lazarillo en una ciudad que era la mía. Vagamos por las calles y nos detuvimos en cualquier parte. Yo me sentía raro. Le hablé a fondo de mí vida después de comer pescado frito que alguien nos ofreció a cambio de escuchar  cinco canciones seguidas que, la verdad, sin el pescado hubieran sido intragables. Pero el cantante tenía buena voluntad y hubo un solo de stakacaster que mereció la pena. Se lo hice notar a Ilina para que observara ejemplos de amplificación sencilla. Me lo agradeció besándome en la boca, fíjate tú. Y como los dos olíamos a mantequilla, me lamió un poquito la cara y dijo qué rico. Y yo le lamí la suya y repetí lo mismo. (Observe aquí el lector que el día anterior Tuna Raspa me había advertido que el amor es malo, y voy yo y me pongo a darle lengüetadas a una rusa que acabo de conocer como quien dice hace dos páginas, y claro, yo nunca le había dado lengüetadas a nadie en mi vida, bueno empezó ella, y ella medía de alto un palmo largo más que yo...). Menos mal que nadie me reconocía, y yo reconocí a muchos pero no me acerqué a saludar a nadie. Estaba ocupado. Ilina Ileana, la chica más guapa del planeta tierra. Y me quería a mí, ¿os dais cuenta?
 Sin embargo, la cosa no fue tan sencilla. Recuerdo que después de comer nos detuvimos junto a una basurera donde había un depósito de pañuelos aromáticos. Ilina y yo compartimos uno, para limpiarnos las manos del pescado frito, y ella sintió mi dolor.
—Si no aguantas a la gente, quizá debas regresar poco a poco.
—Eso sería horrible. Debo acostumbrarme.
—¿Y tus amigos?
Me encogí de hombros. Ilina me abrazó, bien fuerte.
—Quita, que me espachurras.
Ella aflojó un poco. Me besó. Se puso los patines de oruga. Me subió detrás, cogido a su cintura, y se puso en marcha.
—¿Puedes tatarearme un poco de ese Preludio del promontorio que tanto esfuerzo te ha costado?
—Vale. ¿Pero adónde vamos?
—A ver a tus amigos.
—¿Y cómo sabes que es hacia allí?
—Tú no habrías pasado de largo su casa.
Me pegué como una lapa a su espalda. Luego cogí con mis manos sus pechos, acaricié dos veces el izquierdo y ella torció hacia la izquierda, en dirección a las Marismas.

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