6.-Bajo los efectos

Había en la escuela de Alagua un chico al que llamábamos el Embajador del Japón. No recuerdo cómo era antes de recibir ese nombre, no destacaba, alguien anodino, y lo cierto es que tampoco sabíamos muy bien lo que era el Japón. Un país, claro, del mundo de los Anteriores, un grupo de islas que en aquel momento estarían sepultadas bajo un centenar de metros de basura, o más, ya que habían sido una nación muy importante. Aunque no por serlo hubiéramos reparado en Japón, tampoco nuestra curiosidad por el mundo de los Anteriores había aumentado desde que existía la escuela. Para nosotros la relación con los responsables del Derrumbe era depredadora, o carroñera, cogíamos lo que queríamos y no les teníamos demasiado aprecio. Si ellos no eran dignos predecesores, tampoco nosotros herederos agradecidos... El caso es que un día comenzó a sonar de un modo demasiado insistente el nombre de Japón,  y el responsable era un chico grandón, lentorro, torpe: le tirabas la pelota, rebotaba en su pecho, y sólo al verla rodando por el suelo decía: ah, la pelota. Ese chico precisamente se volvió de pronto receptor de la idea Japón. Todo lo que llegaba a nuestras manos a través de los libros, cualquier comentario, una simple mención, la altura del monte Fujiyama (3776 metros), terminaba en sus manos, y él lo atesoraba, o terminó atesorándolo como si fueran documentos de un país, el suyo, en un Mundo Vertedero en el que ya no había países, y si los había sólo era de nombre porque faltaba la operatividad necesaria para serlo... El caso es que el chico grandón se especializó tanto en la materia, se identificó tanto con ella (tuvo una época de kimono, y otra con taparrabos de sumo, pero pronto lo supero y luego se comportaba como uno de nosotros, porque chiflado no estaba, y japonés ni era ni podía serlo no existiendo el Japón desde hacía tanto tiempo). Pero, poco a poco, aquel chico sabía más de Japón que nadie que conociéramos y encima nos hablaba continuamente de ello, de sus costumbres, de su gusto por la arquitectura lineal, por el detalle, por lo pequeño, lo esencial. Ni un mandatario verdadero del Sol naciente hubiera representado mejor a su país, y por méritos propios aquel chico comenzó a ser para todos nosotros el Embajador del Japón. Gracias a él existe en Alagua una afición desmesurada por los haikús, incluso se sigue manteniendo un grupo de haikines que lleva su nombre y que produce regularmente el registro poético de esta bahía. El Embajador del Japón también fabricó el primer koto de tubería, con sus trece cuerdas afinadas al modo tradicional japonés, pero lo tocaba muy mal, y terminó convirtiéndolo en un regalo para Serena Fala, que lo adoptó como su instrumento personal. Ellos dos salieron juntos una temporada, a Serena le fascinaba aquel chico, y como ella cayó bajo su hermosa influencia y era nuestra profesora, lo japonés se afianzó con más fuerza entre nosotros. En cierto modo, aunque sea excesivo afirmarlo, se podría decir que la gente de Alagua tiene ascendencia cultural japonesa. El Embajador del Japón murió joven, porque a pesar de la mejora que supusieron las mascarillas antigás las condiciones ambiéntales dejaban mucho que desear, y a la vida le costaba demasiado mantener con vida, sí, un cuerpo tan enorme. ¡Un saludo para ti Embajador, que habitas en nuestra memoria! De ti aprendimos la lección importante: la música, los libros, la cultura, permiten ser Otro. Y a fin de cuentas de eso se trata, porque ser lo que eres te anquilosa, te sabes a ti mismo en exceso, y eso, lo creas o no, te perjudica. Huir de uno mismo es necesario, y que sea imposible no es un inconveniente sino una garantía de devolución.
 
            Explicaciones: He decidido escribir este capítulo BAJO LOS EFECTOS, y sin dormir de un modo consistente desde hace... ¡mi cumpleaños ha durado cinco días! No estoy exagerando. Cinco. El malecón y mi casa se convirtieron en el centro del mundo. Llegó un momento en que parecía que todo Alagua estaba aquí. Había un camino nervioso de personas que venían y otro más arrastrado para las que se iban. La gente estaba emocionada por estar contribuyendo con su presencia a un acontecimiento, por crearlo, y hablaban en corros cerrados, y los corros se mezclaban y se recordaba la historia común, se debatía, se exageraba, se gritaba, se improvisaba música para apagar los ánimos, o encenderlos, y todos bailaban y giraban con el sol, y a la luz de las antorchas, y de mano en mano corrían brebajes temerarios, y luego las palabras se curvaban y entonces había que tomar la línea recta y saltar al agua y renacer para seguir adelante con la fiesta.  ¡Ha sido grandioso! Nos lo hemos comido todo, y nos lo hemos bebido todo también.
Ahora llevo al cuello la Tuerca cromada que perteneció a Rosa Valquiria. Soy oficialmente un hombre de las marismas y me siento orgulloso de ello. Pero tengo resaca, y también sigo un poco borracho, la verdad, me tiembla la mano, y el pensamiento. Va un poema:
 
Nunca te pierdes del todo,
o no acabas de perderte,
y si algunas vez lo has hecho no creas que regresaste,
si de verdad estabas perdido te quedaste allí,
fue otro el que salió,
lo sé porque yo estaba contigo,
yo era tú en aquel entonces,
y tú lo sabes porque a veces crees escuchar mi voz
suplicando desesperado
que me encuentres.
 
Pienso en ello. Y me dirijo a. Este capítulo habla de Despedidas.
Sigamos. Con pulso firme.

 
Ser dueño de ti mismo, es ser tu propio esclavo. Aunque en el fondo nadie es dueño de nada porque todo es inestable, y eso vale lo mismo para un sembrado de patatas que para el ancho mar. Yo lo sé muy bien porque pasé los años más feroces de mi infancia viviendo en soledad en el interior del Horizonte oxidado, que por aquel entonces estaba pegado a la costa, y temblaba y se agitaba con la intención de ponerse en movimiento, aunque sin decidir todavía qué dirección tomar. Ahora el Horizonte oxidado está situado a unos cien metros de los acantilados, doscientos de la bahía de Alagua, que queda en medio, y se desplaza de Oeste a Este siguiendo el curso opuesto al sol. Puedo verlo desde mi ventana, es una franja densa y crujiente que se mueve con gran lentitud, de modo que  un objeto que asoma por la izquierda tarda aproximadamente ocho días en desaparecer por la derecha. Sin embargo, cuando yo tenía trece años, era el lugar más inseguro que se pueda imaginar, un nido de terremotos, con explosiones de metano y grietas que se abrían de pronto, cortando el sueño, siempre alerta, siempre tenso, siempre al borde del completo desquiciamiento. Y yo pasé allí más de dos años, que se dice pronto.
            Mi amiga Tuna Raspa suele decir que mi particular travesía del desierto sacó lo mejor que había en mí y me animó a expresarlo, que no me hubiera convertido en un músico entregado de no haber vivido aquella experiencia, que la soledad me fortaleció como nada lo hubiera hecho. Lo dice tanto y con tanta insistencia como empleó en su momento para intentar evitarlo, pretendiendo todavía que aquello sólo fue un paréntesis, algo que le sucede a alguien más que Algo capaz de cambiar por completo a una persona. Lo cierto es que sólo tenía una probabilidad entre cinco de salir con vida del Horizonte oxidado, y eso, diga ella lo que diga, lo cambiaba todo. Creo que hubiera venido bien en aquel momento que sostuviéramos un diálogo que pertenece a Cormac McCarthy:
            (¿Vas a entrar en el Horizonte oxidado...)
            — aunque eso pueda costarte la vida?
            —Sí. Creo que sí. Aunque.
           
Aunque... Nunca he podido saber qué me empujó a semejante radicalidad, quizás el convencimiento de que si era parte de algo corría el peligro de dejar de ser, del mismo modo que otros no son nada sin la comunidad. Pero sólo los tontos y los que no se conocen a fondo se defienden a sí mismos, de manera que no ocultaré que había en todo ello más soberbia que valor. Los demás seguían adelante por el camino previsto, estudiaban, pero la escuela no era conveniente para mí porque a los trece años estaba ya tan obsesionado con el Preludio del Promontorio que no podía sino aprender por para y alrededor de esa idea. Fue acertado hacerlo, y aunque a mí me costó un esfuerzo que al final siempre se considera desproporcionado, Alagua lo agradeció, ya que sin pretenderlo el Preludio recoge ese momento de tránsito entre la vieja época y la que surgió tras la implantación de la escuela. Sintetiza el tránsito. Marca una línea referencial que es como una baliza en la memoria colectiva. O eso al menos dijo el maestro Dosi, diez años después, cuando el Preludio se estreno en la inauguración del Auditorio de Alagua, el primer edificio público después de la escuela construido por la comunidad. 
Pero yo escribí el Preludio, nota por nota, y sin hacer después ninguna modificación, en el Horizonte oxidado. No salí de allí hasta concluirlo. Era poco más que un niño, y ahora sé, porque he leído La lección de música de Pascal Quignard, que quizá todo se debió a un acontecimiento físico: la muda masculina. Soy hombre, a esa edad me cambió la voz, perdí parte de mi registro de agudos y adquirí un tono más grave, y con él la imposibilidad de regresar a la playa sonora de mi infancia, al arenal sonoro, no lingüístico, de la infancia... A partir de entonces, la metamorfosis del grave al agudo no es posible, o al menos no es corporalmente posible. Sólo es instrumentalmente posible. Lleva por nombre música. O sea, en realidad me hice compositor, y adicto a la soledad, porque no podía soportar la pérdida de un pasado transcurrido entre desmayos, en una intoxicación gaseosa constante. Resultaba que sin aquel pasado ignoto y nebuloso no tenía futuro.
Resumiría mi vida de entonces como un periodo de iniciación al control del tiempo, del mecanismo que lo ponía en marcha, o sea, mi tiempo subjetivo: mi música convertida en largas y flexibles riendas, las agujas del reloj en la partitura, y yo aprendiendo a dilatar o comprimir cada instante... No había leído aún lo que dice Clarice Lispector en la Pasión según G.H. No tenía un alma formada. Ignoraba que todo acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima. De hecho ignoraba mucho más que eso. Sólo años más tarde llegarían a mis manos los libros que acabo de citar, regalo de Delfina Marea, y con su ayuda he comprendido o vislumbrado lo que me sucedía entonces. Trece, catorce, principio de los quince años. A esa edad uno reluce de energía, lo desafía todo, incluso cada palabra heredada después de mil generaciones humanas, y te enfrentas a todo ello con obstinación, queriendo ser algo más que una hormiga que recibe órdenes codificadas de su reina desde lo más hondo y protegido del hormiguero. ¿Y el lenguaje? ¿Acaso no es ése nuestro código? Pensamos con palabras, somos parte de una cadena de palabras que comenzó con un balbuceo que no significaba nada pero que no ha sabido callarse desde entonces. Si no tenemos cuidado, en vez de pensar es el lenguaje el que nos piensa a nosotros. Sólo para perpetuarse. Y nos acorrala con sus torpezas, sus aproximaciones, sus amenazas de privarnos de la razón si no somos racionales, obedientes y lógicos. La música, entonces, tiene la facultad de abrirse camino entre la maraña de palabras. Es. Habla con el silencio, no se mete con él.
 
Pero que... dolor...de cabeza... tengo.
Necesito masticar corteza de sauce. Un árbol entero.
¿Qué dice esta nota?: Una de las acepciones de la palabra mística ABRACADABRA es: iré creando conforme hable.
Me parece bien. Seguiré escribiendo, y que mi pensamiento se diluya en la fantástica racionalidad...
¡Por qué beberemos tanto! ¿Para poder hacer filosofía?
 
También cuesta mucho comprender, que todo lo que sabes te lo han prestado y que sólo puedes devolverlo entregándoselo a otros, o morirás endeudado y habrás sido para la vida un simple inconveniente, un ser fraudulento que mejor no hubiera venido... Digo esto para no olvidarme de agradecer a mis amigos y maestros que me mantuvieran en pie durante aquellos tiempos difíciles en el Horizonte oxidado. Serena Fala fue la que tomó la iniciativa, y cuando al terminar el ciclo de estudios que marcaba el fin del compromiso con la escuela informé de mi marcha, mi abandono, presentado en principio como una claudicación más que como una búsqueda, ella insistió en fijar un punto de encuentro, un lugar donde poder saber de mí y atenderme en caso de necesitarlo. Por atenderme ella entendía suministrarme libros, música, respuestas si había preguntas, compañía si la singladura resultaba demasiado penosa o imposible de soportar. En fin, evitar que me volviera loco. Pero sin recriminarme por serlo:
—No tengas miedo, Yoser, no te vamos a influir, ni a controlar... Sólo queremos que sepas que puedes contar con nosotros. Te dejaremos solo, si es eso lo que necesitas, porque te respetamos, pero no vamos a dejarte aislado.
—¡Ni lo sueñes! —añadió Tuna Raspa. Jota Sargo miraba al suelo, como dormido de pie. Rito Escama estaba muy cabreado y le dio una patada a una lata y la lata voló y cayó en una grieta y esperamos en vano un eco, una respuesta.
El lugar del Encuentro eran los restos de un coche con forma de huevo, y una única puerta delantera. Si ellos me dejaban alguna cosa, o si yo les necesitaba, había que encender una luz instalada en el interior por el maestro Dosi. Una luz roja.
Ahora es casi gráfico, como un dibujo muy bien delineado, verme a mí entrando con pie decidido en el Horizonte oxidado y a mis amigos y maestros, todos allí asistiendo al inicio de una descomposición. Una curiosa despedida, y mal mirado algo patético porque yo no podía marcharme muy lejos de allí. Después de muchas pruebas, ya habíamos delimitado la línea a partir de la cual yo no podía respirar, como mucha de la gente de Alagua, y por ello marcharme resultaba más penoso. Un deliberado alejamiento. Si miraban desde Alagua al Horizonte oxidado era fácil que me vieran caminando por él. El chico del ocaso.
Tener que tomar ese tipo de decisión y saber que los otros lo recibirán como un desprecio, sobre todo los que son como tú y quisieran estar incluidos en esa alternativa. ¿Cómo le dices a alguien que Debes quedarte solo, cuando esa persona entiende que Quieres hacerlo? Tener fuerza de voluntad para asumir lo que no quisieras asumir. La expresión Debo Hacer ya expresa por sí sola la imposibilidad de escoger. A ciertas personas les suceden ciertas cosas que no tiene nada que ver con los demás. O todo. Pero demasiado todo.
 
 
Mi primer paso en el Horizonte oxidado, tengo el recuerdo delante de mí, fue sobre una lata de dulce de membrillo aplastada y de color amarillo desvaído. En ella se podía ver la cabeza de una mujer, cortada diagonalmente por un pliegue de metal, y una mano corroída por el óxido sosteniendo una cesta de membrillos verdes. Me detuve encima de ella, con los pies apretados, y esperé allí un rato, hasta oír cómo se marchaban mis maestros, mis amigos y luego Tuna Raspa.
Supongo que había explosiones, ruidos lejanos, algo atmosférico, viento tal vez, pero todo el sonido se ha borrado porque años después encontré la música que ese recuerdo necesitaba, y cuando ahora me veo sobre la lata de membrillo resuenan en mis oídos las Variaciones Goldberg, de J. S. Bach, en la interpretación de Glenn Gould. O debería decir Versión. O esclarecedora Revelación. He leído que en su tiempo muchos músicos se malograron después de oírselas tocar, al considerar a Glenn Gould como algo inalcanzable. Glenn Gould al piano: encogido, recogido, sobrecogido por la música... Puede que ése fuera el error de los que lo escuchaban sin prestarle atención, intentar valorar un diamante antes que maravillarse por su existencia. A mí las Variaciones de Glenn Gould me activan la mente. Mi pensamiento, en ellas, puede respirar.
Si quieres, y las tienes a mano, puedes escúchalas conmigo, y seguirme al Horizonte oxidado.
Ahora tengo que hablarte así, de cerca, con un tono íntimo, para que comprendas el grado de desvalimiento que sentí poco después de quedarme solo. Tenía frío, frío del otro, del que imaginas como un esqueleto de huesos de cristal. El suelo vibraba bajo mis pies, mi cuerpo se puso felino... Esperaba, de entrada, el último instante. Quería que todo finalizara antes de comenzar. Que la grieta que me estaba destinada dejara de jugar conmigo y se abriera cuanto antes bajo mis pies. O escuchar el sonido sordo de una explosión y dispersarme como polen sangriento por el aire... En fin, lo que quieres cuando ya sabes que cada paso que das implica renunciar a todos los anteriores. Frío. Mucho frío. En la médula espinal. Y la pregunta básica:
¿Y ahora qué?
¿Qué de qué?
Estás solo, nadie te ve, no hay testigos...
¿Seguro que no hay testigos?
Seguro. La voz que oyes es tu propia voz.
Entonces, mi voz es mi testigo.
Pues deja de hablar.
No me des órdenes, no me digas lo que tengo que hacer...
Y tú no me hables como si fuéramos una pareja, o acabarás mal de la cabeza.
Si hay uno que habla, y otro que escucha, hay dos.
Pero dos estados: hablar y escuchar. No dos personas.
Lo tendré en cuenta.
Será mejor...
De todas formas, ¿por qué me hablas a mí, como si tú fueras más listo que yo?
Porque en toda persona hay un tonto y un listo discutiendo todo el rato. Ahora me toca a mí hacer de listo, luego ya veremos. Tampoco es un drama. Sólo un modo como cualquier otro de continuar adelante... Pero no me enredes, no huyas, regresemos a la pregunta inicial: ¿Y ahora qué?
            Pues habrá que crear algo, ¿no?
Algo como qué...
No lo sé. Tal vez... si encuentro un vacío que ande despistado por ahí, y consigo rodearlo, atraparlo, devorarlo...
Buena idea. El vació es un buen alimento.
Recordaré esa frase para siempre...
 
Al principio todo fueron obstáculos para desviarme del compromiso con mi obra. Mi mente pedía explicaciones que no podía darle. Me liaba de mala manera.  Creo que entonces le tenía tanto miedo a la ignorancia que comenzar a ser consciente de la mía propia me impedía avanzar. A fin de cuentas, ¿quién era yo? ¿Por qué necesitaba con tanta urgencia manifestarme, y gritar, y afirmar rotundamente: Yo soy? El Preludio del Promontorio ya había nacido, quería desarrollarse, pero No en alguien tan poco preparado como Yo. Me exigía más. Más conocimientos. Más riesgo. Más desesperación. Más alegría y dolor. Más de todo. O sea, todo. Una entrega semejante a la de Glenn Gould en las Variaciones, una entrega tan absoluta que hubiera momentos en que la música y yo fuéramos indistinguibles. Como amantes. En realidad, ella fue mi primera amante. La primera que me dijo que sí.
 Sí.
 Tú salta,
 que yo salto contigo.
 
Bueno...
No puedo ni con el bolígrafo. Me caigo de sueño.
Siento haberme puesto tan espeso, pero mentiría si no dejara pasar algún capítulo BAJO LOS EFECTOS. Aunque se parezca a un diario de derrota. Yo bebo. Cosa de la sed...
En fin. No seré yo quien diga algo contra la uva fermentada, ni contra los destilados en general, siempre que no sean muy malos o de dudosa procedencia, pero después de una larga existencia frecuentando la bebida he llegado a la conclusión de que hay un tipo de sed que nunca se calma,
y pobre de ti si consigues apagarla,
porque el ansia no viene de la vida,
es la vida misma:
la pregunta
que sólo debe tener interrogaciones,
y como no hay nada que resolver es inútil esperar que acumulando alcohol dentro de tu cuerpo consigas algo más que enturbiar la mirada, que ya es bastante, hay que conformarse, porque, si logras salirte de ti: ¿adónde vas con esa borrachera?
            Salud.
....................................................................................
 Volver
....................................................................................