Eran cinco. Y dos niños pequeños que vestían sacos
de arpillera con cinturones de cuerda. Los niños también llevaban pañuelos
rojos y también sujetaban con firmeza el borde deshilachado del un largo toldo
azul. Arrastraban entre todos un bulto. La huella que dejaban a su paso
procedía del interior de las marismas. Al llegar a la playa se detuvieron, y
los hombres cayeron de rodillas en la arena, uno tras otro. Los dos niños se
quedaron de pie, junto al bulto, enfrentados y mirándose a la cara.
La multitud de gente que había en la playa se aproximó a
ellos, lentamente, agrupándose a cada paso hasta cerrar un círculo apretado a
su alrededor. El hombre que había llegado en cabeza se puso en pie, caminó
hasta donde estaba el bulto, abrió una solapa del toldo y mostró los dos
cuerpos. La gente soltó una exclamación, muchas manos se taparon la boca.
Eran un hombre y una mujer. Verdes. Abrazados. Él era menudo,
pero musculoso, llevaba puesta la misma ropa que sus porteadores, y un pañuelo rojo y negro, muy brillante, como de
seda, que le cubría la boca y la nariz. Ella tenía un pañuelo idéntico cubriéndole
toda la cara; era muy corpulenta, sus brazos rodeaban por completo al hombre y
su larga melena de pelo negro caía entre los dos. Vestía una segunda piel de
red fina de pescar, untada de grasa consistente, que le llegaba desde el cuello
a las pantorrillas; el resto del cuerpo cubierto de la misma pasta verde que
unificaba al grupo.
Y,
sobretodo, destacaba el brazo del hombre, que pasaba por debajo de la axila de
ella y colgaba en el aire. En él, una muñequera de cuero negro que le llegaba
hasta la mitad del antebrazo. En ella un rectángulo de latón con una abultada
clave de sol.
—Es Nix de las Marismas —dijo una
voz.
—Y Rosa Valquiria, qué desgracia...
Los cinco hombres rodearon los
cadáveres, y comenzaron a despojarlos. El que los había mostrado a la gente,
con el pelo entrecano y la cara curtida, le quitó la muñequera a Nix de las
Marismas, soltando con dedos nerviosos los cordones de cuero que la sujetaban
al brazo, y luego se la guardó en un bolsillo interior de su chaqueta. A
continuación, un hombre cogió el collar de Rosa Valquiria y se lo puso a un
niño, al de menor estatura. Lo mismo hizo otro hombre con el collar de Nix, y
se lo entregó al niño mayor, que lo recogió con las dos manos; estaba
temblando, y antes de colgárselo al cuello escondió con temor la cabeza entre
los hombros.
Los dos collares eran iguales. De
cuerda metálica muy fina sujetando una minúscula tuerca cromada.
Cuando les llegó su turno, los dos hombres que quedaban sin intervenir, y
que permanecían un poco alejados de los cadáveres, negaron con la cabeza. El de
la cara curtida asintió, y su mirada quedó temblando en el aire, como si
estuviera pensando... Luego recogió algunos objetos pequeños de los dos cuerpos
y los guardó con prisa en una bolsa que escondió en la cintura de su falda,
pegada a la piel. Entonces se abrazó
fuertemente a los cadáveres, les dijo algo, se quitó de la cabeza su pañuelo
rojo, acomodó los brazos de Nix de las Marismas alrededor del cuello de Rosa
Valquiria y los sujetó por las muñecas con un nudo muy apretado. Lo mismo hizo
otro hombre con las manos de ella detrás de la cintura de él. Mientras tanto,
los otros dos hombres les ataban las piernas, entrelazadas, comenzando por los
tobillos y subiendo hasta media pierna. Una vez amortajados en un abrazo definitivo,
los levantaron en volandas y caminaron hacia la gente, que se abrió a su paso.
Cuando
llegaron al carromato de La Remi, depositaron los cuerpos en el cajón, junto a
los demás cadáveres, en la parte de atrás. Se quedaron un breve instante
mirándolos. La gente que les seguía guardó a su lado un momento de silencio, y
luego les abrió un hueco para dejarles regresar a la playa. Allí los hombres de
las marismas recogieron el toldo azul y lo plegaron hasta convertirlo en un
paquete, que cargó sobre su cabeza el niño mayor. Parecía orgulloso. Era alto,
rítmico, y un poco titubeante.
El grupo regresó a las marismas
siguiendo el rastro que habían dejado al llegar. Delante de todos iba el hombre
curtido, con el niño menor cogido de la mano. Tras él, los cuatro hombres, en
fila de a dos. Al final, el niño mayor, con la lona a cuestas, un poco
rezagado.”
Esta descripción pertenece a Concha
de las Marismas, que se enteró de que yo estaba escribiendo estas memorias y
vino acompañada de su nieto a visitarme al malecón. Ha tenido la gentileza de
dictármela, y yo la he copiado palabra por palabra. Aquel día tan dramático
Concha estaba en la playa, tendría unos nueve años de edad, y la escena se le
quedó grabada en la cabeza porque el niño mayor, el que cogió con tanta
ceremonia el collar de su padre, se convertiría años después en su compañero.
—Llevo más de medio siglo contando esta escena a la gente de las
marismas —me explica Concha—. Creo
que la valoran tanto porque es la visión de alguien que entonces los veía a
ellos con ojos sorprendidos y extraños. Yo nací en Alagua, y como no tenía
familia, igual que tú, y los demás chicos de la playa, al día siguiente me
marché detrás de aquel niño tan torpe y gracioso, y Mero y yo nunca nos
separamos.
—Mero fue un gran tipo... Es una
buena descripción, Concha, me gusta mucho. Yo no pude ver aquella escena
completa, estaba en el carromato, pero creo que recoge muy bien el ambiente de
aquel día. Te aseguro que la meteré en las memorias. De hecho, el tercer
capítulo podría comenzar de ese modo.
—Gracias Yoser. Me alegro de que
hayas decidido escribir tus memorias, y que las compartas con todos en los
postes del malecón. No te extrañe si comienzas a ver por aquí niños de las
marismas copiando esos textos.
—En realidad la idea fue de Tuna
Raspa. Yo no pensaba mostrárselas a nadie, sólo quería escribirlas.
—Tú siempre tan alejado de todos,
Yoser Pez. Ya eras así cuando niño. Quién sabe, tal vez por eso eres el más
adecuado para hablar de todos nosotros, siempre nos has visto desde la
distancia...
Concha de las Marismas mete la mano
en su vieja chaqueta y saca un libro de papel de algas. Me lo entrega, lo abro,
hay un índice que incluye una de sus historias más conocidas, la Fuente Verde,
y otras cuatro historias tradicionales de las marismas. Se lo agradezco, me
serán de mucha utilidad. Charlamos un rato sobre Mero, que falleció hace ya
cinco años, y también hablamos sobre la añoranza.
En Alagua, Mero de las Marismas
era conocido como Mero “la Piedra”, los chavales decían que si lo arrojaban al
mar no salía hasta que bajaban a buscarlo. Era imposible saber cuánto aguantaba
Mero bajo el agua porque siempre aguantaba un poco más. Me quedo corto si digo
que salvó de morir ahogados a más de cien. Desde luego la bahía de Alagua era
más profunda desde su ausencia, y también más sorda. Mero no tacaba la gaita de
vertedero, como sus padres, lo suyo era retener el aire no soplar, y su
instrumento personal eran las tablas de pie, algo único e intransferible, que
consistía en sujetar con los dedos de los pies dos o más listones de madera
que, al ser golpeados entre sí con ritmo, recordaban el canto chasqueante de
algunos pájaros de las marismas. Pero lo mejor era verle tocar, sentado en el
suelo en equilibrio inestable, con los pies bailando en el aire, ¡qué postura!,
recordaba un molusco simpático que ha salido a divertirse un día de fiesta.
Había mucha alegría y comicidad en su forma de tocar.
Atardece ya cuando Concha y yo nos despedimos, y antes de que me dé cuenta se ha subido en su esquife, le
digo adiós a su nieto con la mano, y se alejan remando hacia el otro lado de la
bahía. Los veo perderse, camuflados entre las grandes masas de algas a la
deriva. Son gente hermosa, ahora ya no se tiñen de verde, pero hay en ellos
todavía un algo verde, luminoso y tierno.
La verdad, me empieza a gustar esto de escribir unas memorias que se
están publicando mientras las escribo. Me recuerda mucho a una época en que
pintaba con tintas chinas. Tiene su gracia, puedes pensar lo que quieras antes
de meter el pincel en el tarro, puedes reflexionar apresuradamente mientras lo
llevas por el aire en dirección a su lugar de destino, incluso puedes detenerte
a un milímetro de la hoja, y pensar de nuevo, y sufrir pensando, pero, una vez
has tocado la hoja, ya está, ahí se queda, y no vale pintar encima. Ahora, lo
que más me gusta es que alguien me quite el pincel y ponga tinta de la suya en
mi hoja. Gracias, Concha.
Bien, sigamos. El caso es que esa
escena relatada con tanto detalle por Concha de las Marismas yo la viví desde
lo alto del carromato de La Remi, que había sido prácticamente desmontado hasta
dejarlo en poco más que una simple plataforma para transportar cadáveres.
Estaba sentado en el pescante, junto al maestro Dosi, y vimos llegar a la gente
rodeando a los hombres de las marismas, y participamos con todos ellos en aquel
silencio reverencial. Recuerdo que estábamos agotados, aquél sería el octavo y
último viaje hasta el Horizonte oxidado, casi todo el día convertidos en
sepultureros... Pero, a pesar del agotamiento, también me impresionó, y me
dolió de un modo desconocido ver a Nix de las Marismas muerto, porque era una
leyenda para nosotros, la gente de la playa. El cadáver de Rosa Valkiria
simplemente no lo comprendí.
Quiero decir que no comprendí que alguien como ella pudiera morir. Una
leyenda como la de Nix, con palabras a medias y a menudo exageradas, no era
nada comparable con verla a ella surgir de entre las algas, como un tritón
gigante, enfundada en el mismo traje que ha descrito con tanta precisión Concha
de las Marismas. Sucedió una tarde en que yo andaba un poco perdido por las
marismas, y ella apareció de pronto ante mí, imponente, aterradora, pero al
instante se retiró de la cara su reluciente melena y me miró con aquellos ojos negros, chispeantes, que sabían
sonreír: `Ten cuidado, chico, ese fondo que estás pisando no es seguro. ´ Luego
desapareció entre las algas, y después nos vimos en algunas ocasiones, nos
saludábamos de lejos con la mano, una vez pronunció mi nombre. Yo me crié en el
cinturón de chatarra de las marismas, muy cerca de donde vivían ellos, y las
noches en que llegaba hasta mi refugio el sonido de la gaita de Rosa Valquiria
eran noches para creer.
—Vamos a necesitar antorchas —le dije al maestro Dosi—. Nos cogerá la
noche antes de regresar.
—No te preocupes por eso —me respondió, con una sonrisa cansada, y
sacudió las riendas de Caramelo. Iniciamos de nuevo la marcha, esta vez con
brío porque ya conocíamos el camino y su rutina. Hasta el momento no habíamos entablado
conversación, en parte porque en los viajes anteriores yo iba casi siempre
encima de la mula, indicándole a él y a la vez guiando al animal por el camino
más seguro entre la chatarra. De todas formas, el maestro Dosi hablaba tan poco
que te obligaba a hablar a ti. Recuerdo que para preguntarme por los cuerpos
abrazados primero se giró, los miró con detenimiento, luego me miró a mí,
frunció las cejas y, sin decir palabra, miró al frente.
—Él era Nix de las Marismas —expliqué—. Dicen que con una chifla de
rotulador inventó la gaita de vertedero. Ella era Rosa Valkiria, vivía entre
las algas y tocaba la gaita de una manera... Bueno, todos allí son gaiteros. Y
golpean el suelo con los pies, llevando el ritmo.
—Son verdes...
—Es algo que se dan en el cuerpo para ahuyentar a los mosquitos. Una
mezcla de tinta de rotulador y agua de una fuente de hierro que encontró Nix de
las Marismas... es una larga historia.
—Parecen muy organizados.
—Es gente antigua. Llegaron aquí mucho después del Derrumbe. Tienen jefes,
familias, hijos y todo eso, como los Anteriores.
—Como la mayoría de la gente, Yoser. Serena Fala es hija de La
Remi...
—Yo no sé nada de esas cosas. Y tampoco me gusta demasiado la gente
organizada. En Alagua no estamos organizados, y nos va muy bien.
—No creo que los muertos de ahí detrás opinen lo mismo. Con un poco de
organización podían haberse salvado... Eres un niño, Yoser.
No me gustaba aquella conversación, su manera de sonsacarme, así que bajé
del pescante, me subí con cuidado sobre la mula, y me senté bien sujeto a su
cuello. Caramelo meneó las orejas con placer y poco después yo me olvidé de
todo y me puse a tararear una melodía, con la vista fija en el Promontorio. Era
el estribillo del sólo de arpa de boca que había interpretado para los
titiriteros detrás del Promontorio. Una y otra vez, siempre el Promontorio...
Los sucesos de aquel día tan largo chocaban en mi cabeza y buscaban una
expresión. Buscaban su propia música. Tal vez, pensé... un preludio: algo que
te dice que algo va a suceder... y eso es todo lo que sabes, todo lo que
tienes. Mi cabeza de niño se preguntó, simplemente, qué sonido tendrían los
muertos. Estaba seguro, el Preludio del Promontorio debería tener bocas moradas
abiertas al cielo esperando un aire que no llega, y, a lo lejos, insinuada,
confundida con un viento helado que comienza a soplar, una gaita:
La vida
vacía el
fuelle
y, con el último aliento,
toca la
gaita
la muerte.
Estuve a punto de dormirme encima de la mula, probablemente lo hice, y
cuando abrí de nuevo los ojos ya habíamos pasado el Promontorio y estábamos
entrando en el Horizonte oxidado. A partir de allí comenzaba a cerrarse la
bahía y podía sentirse la agresión que aquella masa descomunal de chatarra
inestable ejercía sobre la costa. Era una franja de más de cien metros de
materia comprimida que se enfrentaban a un mar irritado que tenía a su favor
todo la paciencia del tiempo. Se oían a lo lejos las olas dando zarpazos a la
chatarra y haciéndola saltar en pedazos. Y, ante todo, dominaba la sensación de
peligro. El suelo en movimiento. Los crujidos atenazados que crispaban los
nervios.
La mula Caramelo era más sensible que nosotros, y ya en el primer viaje
se había negado a entrar en el Horizonte oxidado. Quisimos vendarle los ojos,
pero retiraba la cabeza, y entonces el maestro Dosi sacó de un cajón que había
bajo el pescante, donde estaba la mascarilla antigás de la mula y todo su
equipamiento, unas fundas acolchadas más altas que yo, y se las pusimos en las
orejas y pudimos seguir adelante. De todas formas, en aquella zona Caramelo no
se dejó guiar, hubo que dejarla con las riendas sueltas para que escogiera su
propio camino, y en ocho viajes escogió ocho trayectos diferentes para llegar
al mismo sitio. La mula detectaba ciertas inestabilidades en el suelo y
cambiaba de dirección sin previo aviso. Nosotros confiábamos en ella y nos
dejábamos llevar.
Como en los demás viajes, cerca ya del mar, nos
detuvimos y situamos el carromato junto a la sima donde arrojábamos los
cadáveres. No había testigos ni ceremonias y tampoco complicaciones
innecesarias, se trataba de descargar y salir de allí cuanto antes. No quedaba
otro remedio. En Alagua la muerte se
aceptaba sin contemplaciones, un simple cadáver se subía en un trozo de
plástico, se arrastraba hasta la ciénaga, se deposita en un lugar señalado,
donde iban a comer los cangrejos, y las personas no se acercaban hasta que la
señal que marcaba el lugar había desaparecido bajo el lodo... pero un cadáver o dos no eran ochenta y cuatro, y
eso sin contar los que llegarían al día siguiente. Entregar al pantano una
osamenta no era igual que hacer de un solo golpe todo un cementerio, y además
con cadáveres contaminados.
El maestro Dosi colocó en un lado del carromato una
rampa y uno a uno fue deslizando los cuerpos, que se escapaban de sus manos, se
perdían con un silbido y poco después regresaban convertidos en el eco
insignificante de un chapoteo. Cuando les llegó el turno a Nix de las Marismas
y a Rosa Valkiria tuve que ayudarle, porque pesaban demasiado para moverlos el
solo desde la trasera del carromato. No me lo había pedido en los viajes
anteriores, yo sólo era el guía, y sentí reparo al hacerlo.
Hay un dicho en Alagua: todas las olas son la misma, menos la ola que te
arrastra.
Antes de empujarlos al vacío, yo cometí el error de pasar mis manos por
los cabellos negros de Rosa Valkiria, y tocarla a ella fue como tocar la muerte
toda. Recuerdo que las manos me quemaban y no quería limpiármelas en el
cuerpo. Recuerdo que miraba mis dedos y
comprendía que la carne es una funda para los huesos. Entonces se me vino todo
encima.
Supongo que dejas de ser niño
cuando te das de morros con la muerte. No la muerte como un símbolo, como un
largo viaje sin retorno, como una despedida definitiva, no, la muerte física, la
de la carne. Ocho viajes con el carromato cargado de cadáveres eran demasiados
muertos para mí. De pronto aquellos a quienes admiraba y emulaba en mis juegos
de niño, eran apenas comida para los peces. Sólo bultos pesados entre mis
manos. Y cuando comprendes que esas personas han comenzado a pudrirse y tú no
quieres pudrirte con ellas, porque tú estás vivo y esas personas muertas... Es
precisamente esa decisión, la de formar
parte de los vivos y sentir rechazo por los muertos, la que te destroza la
infancia. Porque si estás vivo necesitas saber qué es la vida, e intentar
averiguarlo hace que todo se vuelva tan real que antes de empezar a hacer nada
ya sientes que te falta tiempo. No hay vida sin tiempo.
—Una pérdida imposible de
reparar... —dijo con rabia el maestro Dosi— Algo más que una desgracia.
—...
—Dime, Yoser, ¿quién es la
persona más vieja de Alagua?
—...
—¿No lo sabes o no me lo
quieres decir?
—No estoy seguro. Delfina
Marea, tal vez.
—Cuando regresemos tienes que
llevarnos con ella.
No podía negarle nada, a fin de cuentas unas horas antes los titiriteros
me habían salvado la vida. Sin embargo, desconfiaba.
—Lo haré, claro...
Antes de terminar de hablar, y sin darnos tiempo para regresar al
pescante, Caramelo se puso en marcha de golpe. Corrimos para no perder las
riendas y evitar que se le enredaran en las patas y, al ocupar el asiento,
vimos una grieta oscura que se abría a nuestra derecha a la velocidad del
carromato. Caramelo se puso a correr en paralelo a la grieta, aunque mirando en
la dirección opuesta. Dirigimos hacia allí las miradas, y una grieta diez veces
más ancha que la otra se dirigía por la izquierda en dirección a nosotros.
Caramelo corrió con verdadero frenesí, la grieta de la izquierda se acercaba en
perpendicular y la de la derecha corría a nuestro lado. Parecía que entre las
dos seguían una estrategia e iban a conseguir cerrarnos la salida. Caramelo se
esforzó al máximo y, cuando las dos grietas chocaron, el carromato pasó volando
justo por encima del punto de colisión. A pesar de todo recibimos un golpe en
las ruedas traseras, saltamos en el aire, el carromato se ladeó y al caer de
nuevo en el suelo arrastró a Caramelo. La mula perdió el equilibrio y comenzó a
escorarse, a perder el control, pero antes de ceder logró detener el carromato.
El maestro Dosi y yo salimos proyectados hacia ella y nos estrellamos contra
sus ancas. Caramelo cayó de manos, bufó enrabietada, se puso en pie, sacudió la
cabeza y siguió adelante. Ligera, en línea recta. Al salir del Horizonte
oxidado, se detuvo, y esperó a que nosotros tomáramos las riendas. Sin duda
aquella mula tenía elaborado un criterio sobre cómo hacer las cosas. Sin duda.
Estaba anocheciendo y la oscuridad comenzaba a borrar los caminos, se
distinguía con dificultad el borde del acantilado, el maestro Dosi accionó una
palanca debajo del asiento del pescante y se hizo la luz. Una luz indirecta que
salía de debajo del carromato y alumbraba unos metros por delante y también
alrededor. No me sorprendió, la verdad, me recordaba aquel extraño camión que
se encendió de noche en el acantilado, y lo acepté como una cosa más de aquel
día singular que lo estaba cambiando todo. Si era cierto que existían las
máscaras antigás, las extrañas inyecciones que resucitan, la música encerrada
en cajas, no había motivo alguno para que no hubiera luz de...
—Se llama dinamo —me explicó el maestro Dosi—, es una rueda que va al eje
del carromato, gira con él y genera luz eléctrica...
—¡Mira! —exclamé, señalando hacia Alagua.
En mitad de la playa habían encendido una hoguera, y alguien encendió en
ella una antorcha, y con ella se encendió otra antorcha, y otra, y otra, y
entre todas fueron dibujando una serpiente de luz que en unos instantes llegó
hasta nosotros. Cientos de personas, incluidos enfermos y heridos, habían
formado una cadena para indicarnos el camino a casa.
—¡Alagua! —exclamé con orgullo. El maestro Dosi quitó la luz artificial,
y sus ojos se hicieron grandes, se volvieron niños.
Sin embargo, al llegar a Alagua nos encontramos de nuevo con la deprimente
realidad. Centenares de personas inconscientes, pero vivas, habían sido
dispuestas al modo tradicional en la lengua de playa y se estaba formando una
línea de antorchas para velar sus cuerpos. Había poco movimiento, demasiada
gente sentada y tirada de cualquier modo: muchas más víctimas que personas
sanas con capacidad para atenderlas. Y nadie hacía otra cosa que esperar.
Gemidos, lamentos, y un olor agrio que atravesaba el aire. Un olor enfermo.
La Remi y Serena Fala vinieron a nuestro encuentro. Estaban derrotadas.
Rechazaron de inmediato la propuesta del maestro Dosi de hablar esa misma noche
con Delfina Marea y con los demás viejos del lugar. Serena respiraba mal, y ése
era un argumento de peso. Esa misma mañana, en un arrebato, ella se había deshecho
de casi toda su provisión de inyecciones de atropina, y tal vez había salvado
la vida a más de cincuenta personas pero poniendo la suya en grave peligro. Yo
había visto a La Remi esconder un puñado de jeringuillas para su hija, de no
haberlo hecho Serena las hubiera gastado todas. Las dos decidieron acomodarse
bajo el carromato para pasar la noche y yo me sentí aliviado. Antes de que
cambiaran de idea comencé a marcharme. Le devolví a Serena la caja con la
mascarilla antigás, pero tuve cuidado de quedarme quieto, y ella me la
devolvió:
—Si estás solo, puedes quedarte con nosotros.
—No. No estoy solo —mentí, y apreté la caja con fuerza, como si
pertenecer a un grupo justificara que me la quedase—. Mañana vendré temprano, y
os llevaré con Delfina Marea.
Sin más despedida, eché a correr, y seguí la línea de antorchas y a mitad
del camino torcí hacia las marismas. Mis ojos se acostumbraron pronto a la
oscuridad y caminé entonces con más calma. El cielo estaba sorprendentemente
limpio y, en lo alto, las estrellas querían decirme cosas, pero yo no lo sabía
porque entonces no conocía ni sus nombres. Vi una luz a lo lejos, en mi
refugio, y aceleré el paso.
Nadie entraba nunca en mi refugio, de modo que antes de arriesgarme a
recibir una sorpresa desagradable subí por un costado y miré por el tubo de
respiración. Allí abajo estaban Jota Sargo y Rito Escama, agazapados, dormidos,
apenas entre los dos un puñado de huesos y, abrazándolos con una manta de
trapos, la pequeña Tuna Raspa, también dormida, pero con los ojos muy abiertos,
y más tiesa que la vela que tenía a su lado.
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