y 17.- La lengua de chatarra

Los detalles de la vida,
la “vida” de la vida.
 Catherine Mansfield
Hay algo fascinante en lo que no fascina para nada, en lo normal, lo corriente, lo que damos por hecho, sin ir más lejos: el suelo. Miramos hacia abajo y, si vemos un suelo bonito bajo los pies, nos sentimos orgullosos de pertenecer al género humano. Ahora bien, una explanada de cien metros de largo y veinticinco metros de ancho recubierta de losas de piedra es otra cosa. Es algo enorme, descomunal, y puede que apetezca realizar semejante proeza pero, si lo piensas bien, no tiene gracia. Ninguna gracia. Y menos si eres el encargado de hacerla. El encargado de buscar las piedras, de seleccionarlas con mucho cuidado, de encontrar un modo de partirlas sin que se partan, de colocarlas ajustando bien las esquinas para que cada una encaje con la anterior y no dificulte la colocación de la que viene detrás, de seguir escrupulosamente la línea y mejor el nivel para que al final el conjunto quede perfecto. Perfecto. Un conjunto de ese tamaño, y encima perfecto. Y más te vale que quede perfecto o te pasas el futuro haciendo reparaciones. Además, desgraciadamente, una explanada de piedra es algo fácil de comprender, todo el mundo se considera capaz de hacerla y si cometes un error cualquiera dirá que él lo hubiera hecho muchísimo mejor. O sea que, a lo agotador de la tarea, hay que añadirle lo ingrata que resulta. Eso por no mencionar el perjuicio que ocasiona a una comunidad en plena reconstrucción de Alagua estar todo el día pendiente de la dichosa explanada. De lo lenta que va, de lo rápido que podría ir, de lo incomprensible que resulta que algo tan sencillo se convierta en un impedimento para el progreso… Mala palabra el progreso. Nunca conduce a ninguna parte. Por eso jamás hay que construir explanadas de piedra. No hay que dejarse engañar por la fascinación de la rectitud.
Con una argumentación tan vaga como ésta se cambia la historia. O al menos se detiene su curso, bruscamente.
Las palabras salieron de la boca de una extraña iluminada. Una mujer menuda que iba acompañada de un burro minúsculo que arrastraba unas parihuelas de juguete. La verdad, daba risa verlos. Con aquello apenas podía cargar una sola piedra, y no muy grande, mientras que nosotros éramos lo menos veinte personas, con nuestros enormes carromatos y las mulas y los burdéganos dispuestos a mover si era preciso una montaña. De hecho estábamos parados frente a una, o al menos lo parecía desde aquella perspectiva, metidos en una vaguada profunda en la salida de Alagua, un lugar de difícil acceso que contenía lascas de piedra suficientes para empedrar el universo. Teníamos la materia prima, sólo faltaba un último impulso y lo lograríamos. Habíamos trabajado sin descanso durante años para no ser devorados por el mar y queríamos finalizar la obra. Rematar, nada más, por eso estábamos allí.
—Tardaremos varios meses en hacer la explanada—insistió la mujer—, el invierno se nos echará encima y habremos malgastado las fuerzas en algo inútil. ¿Para qué sirve ahora empedrar Alagua?¿No lo puede ir haciendo la gente, poco a poco?¿No lo puede hacer el tiempo?
Nadie contestó. La mujer esperó unos instantes y luego se respondió a sí misma, argumentando con gran eficacia nuestro cansancio hasta convertirlo en puro agotamiento:
—Hay que parar, amigos, por favor. Necesitamos sosiego. Dormir a pierna suelta. Buscar con calma los alimentos, y luego comerlos sin prisa. Hacer el amor, hacer el vago, hacer música. ¡Mucha música! Y ver salir las estrellas. Sin miedo al día siguiente. No tenemos nada de qué preocuparnos: el mar ya sabe que seguimos aquí. No nos hemos rendido ni en los peores momentos. Hemos sobrevivido, y si hace falta lo haremos de nuevo, eso ha quedado bastante claro. Debemos sentirnos orgullosos. La hazaña es bien conocida, todo el Mundo Vertedero habla con respeto de Alagua. Pero ya vale. ¿De acuerdo? Dejemos algo al azar…
Supongo que es difícil asentir con la cabeza al unísono veinte personas, pero lo hicimos. Y lo hicimos convencidos. Entregados. Algunos, yo mismo, nos dejamos caer al suelo dispuestos a comenzar de inmediato a no hacer nada. Nada de nada. Nunca más. Como si respirar fuera el único trabajo hasta el fin de los tiempos. La verdad es que estábamos destrozados, demacrados, hechos polvo, nos dolía hasta el aliento. Merecíamos al fin un descanso, tanto las personas heroicas que no se habían resignado a abandonar Alagua como los restauradores que no podíamos hacerlo. Y, algunos en particular, los que habíamos tenido que llevar la iniciativa obligados por las circunstancias, por nuestro carácter, porque nuestras ideas funcionaron en un momento concreto, o simplemente porque éramos incapaces que pararnos quietos… nosotros queríamos, además, desaparecer del mapa. Dejar que otros cogieran el testigo, que iniciaran ellos los nuevos tiempos. Queríamos ser el pasado. Esforzado y digno, pero pasado.
Recuerdo aquel día feliz y me veo sentado en la tierra rojiza de aquella cantera, frente a aquella mujer con su carro y su burro tan diminutos que parecía que estaban lejos, y hasta el pensamiento me sabe a tregua. A sosiego. Es un recuerdo lírico. Ya era hora de que alguien lo detuviera todo, lo diera todo por finalizado y nos sacara por la tangente. Era lo justo. Además tampoco teníamos derecho a imponer por más tiempo nuestras iniciativas a una comunidad que puede que estuviera tan harta de nosotros como de la tragedia misma. Incluso entre los mismos restauradores podía haber diferentes y discrepantes posturas ante la vida, y lo que unos consideraban dignidad por sobrevivir otros lo verían como una claudicación a las imposiciones del mar. Como si no les importara morir. O como quien antes de morir pide quitarse la vida como único consuelo…Pero hablar de estas cosas no las esclarece. No sé… Nunca hay que olvidar que hay tantas miradas como personas y que la razón depende a menudo de la perspectiva. No es bueno creer en la verdad, y menos en la que sostiene uno mismo, dado que la verdad no existe, y que la obstinación en buscarla ha ocasionado desde siempre desgracias suficientes como para no volver a intentarlo. No hay otro camino que la incertidumbre. Digo. En fin.
La mujer tenía razón. Había que dejarlo ya. En ese mismo instante. Y en cierto modo me correspondía a mí dar el primer paso, o más bien dejar de darlo, no sé muy bien porqué. Quizá porque todos me miraron buscando aprobación, o porque sabían que debido a mi obstinación la historia no acabaría hasta que yo dejara de intentarlo… Pero el hecho es que todos me miraron y, por supuesto, no puse la menor objeción. Vamos, casi me mostré ofendido porque alguien pensara que la tenía.
—Por mí lo dejamos. Aquí y ahora. Como comprenderéis, me apetece tanto enlosar Alagua como meterme debajo de una losa.  Tengo cosas más interesantes que hacer. Como tocarme las narices, que es una vocación temprana que no he podido desarrollar a un nivel profesional. Además, soy un artista, un músico, un compositor, debería estar dando rienda suelta a mi obra, en vez de perder el tiempo con seres tan rupestres como vosotros. ¿Os habéis mirado bien?
Nos miramos todos. Parecíamos espectros de nosotros mismos. Ni muertos hubiéramos tenido peor pinta. Entonces hubo un silencio retórico, y la mujer del burro pequeño rompió a reír.
Luego reímos todos y nos abrazamos y nos tocamos, sucios como estábamos, y compartimos los alimentos que teníamos reservados para las horas venideras, horas felices que ya no serían de esforzada pelea contra la piedra sino de merecido asueto. Estábamos contentos, contentos como niños, y la prueba fue que de pronto el repentino almuerzo se transformó en una liberación, una catarsis, y por momentos se volvió voraz. Nos mirábamos como bestias de carga que terminan de cruzar un desierto y llegan deshechas a la estación de postas. Recuerdo en especial que Tuna Raspa se enzarzó en una pelea con una mojama y parecía que el pez reseco estuviera vivo y ella fuera un anzuelo gigante y peligroso. La risa nos acompañó en aquellos momentos. Yo me puse a llorar en alto, sin ningún pudor, y Rito Escama le cogió el ritmo a mis lágrimas y tocó el birimbao y la voz de cada cual, ahora a través de su instrumento, se unió como siempre a la orquesta improvisada.
Descansar, sí. Que cayeran sobre nosotros una lluvia de horas, días, semanas, meses, años. Años por delante.
Y descansamos.
Unos días.
Cada cual según su cansancio.
Pero siempre hay cosas pendientes. ¡Cómo no! La vida tiene su ritmo. Dicen que todos los caminos son rectos si sabes caminar despacio, pero también dicen que nunca debes dejar el camino, aunque no vaya a ninguna parte, porque si lo dejas eres tú el que no va a ninguna parte. Caminar hay que caminar, el agua estancada se pudre.
Sin duda fue vital para nosotros detenernos, pero también lo fue volver a ponernos en marcha después del descanso. A pesar del arrebato de vagancia al que todos nos habíamos apuntado sin dudarlo, quedaban muchas cosas por hacer en Alagua. Y la mayoría de ellas no se podían delegar. Habíamos trabajado en un gran equipo de miles de personas pero a la hora de la verdad sólo algunas controlábamos las claves que permitían la reconstrucción. Nuestros cálculos no habían sido correctos, el factor humano y el tiempo habían cambiado el resultado previsto. Por ejemplo, los bloques de chatarra que habían dado forma a la vieja escuela estaban guardados y numerados, podíamos reconstruirla tal como era entonces, otro tema es que mereciera la pena. Por mucha nostalgia que nos diera, lo que había servido para un tiempo puede que no sirviera para otro. En realidad ahora necesitábamos una escuela más grande, o varias escuelas en ambos extremos de la plataforma si queríamos descentralizar la enseñanza, que el simple hecho de cruzar Alagua a diario fuera parte de la educación de los niños. Pero Alagua tampoco era tan grande y puede que lo mejor fuera lo contrario, centralizarlo todo en la Vieja Escuela, como algo simbólico. Una nueva construcción, con los bloques de chatarra a modo de hall, todo un homenaje. El pasado como parte del futuro. Y otro tanto ocurría con los locales destartalados como la Herida abierta, conservado como una reliquia que en poco tiempo casi se había integrado en el suelo. Habíamos salvado algo que no se podía restaurar, con verdadero sentido, fuera de su tiempo. Pero tampoco por ello íbamos a renunciar a nuestra memoria. Sólo había que darle otros usos. Reciclar los recuerdos.
Por otra parte, tampoco era conveniente que los que habíamos liderado la reconstrucción de Alagua dejáramos el asunto como si no fuera con nosotros. Lo que se dice se hace, aunque prefieras no hacerlo. Teníamos una responsabilidad con la gente que nos había seguido siempre y encima cargando con lo más duro de la tarea. No se abandona a dos pasos del final. No se debe, salvo que se declare un final anticipado. Todo el mundo debía saber que en lo más alto de la obra habíamos colocado al fin la simbólica la rama de olivo. La gente debería hablar y decidir su futuro. O bien seguir cada uno por su cuenta hasta que el tiempo ejerciera sobre nosotros los agrupamientos habituales. No por dejarlo algunos quedaba suprimida o postergada la realidad. La vida seguía adelante. Llegaba el invierno…

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