11.-Los restauradores

Debe de ser impresionante arrodillarse junto a un arroyo claro, observar encantado la propia imagen, que brilla y reverbera sobre las aguas cristalinas, y saberse un héroe. Los libros antiguos estaban repletos de gente así, espléndida, radiante, y con el destino tan redondo que cuando no actuaban como debían de actuar se afirmaba que no eran ellos mismos, que los malos espíritus los habían poseído. Supongo que eran modelos a imitar, prototipos morales en una sociedad necesitada de orientación constante, instrucciones simples. La rectitud es fácil de comprender, una meta deseable y muy recomendable para todos los que corren en una dirección determinada. Sin embargo, viviendo en un Mundo vertedero como éste, donde no hay arroyos claros sino mierda a borbotones, donde las certezas no crecen en los árboles porque no hay árboles a la vista y a menudo para llegar de un punto a otro esquivando montañas de basura en movimiento se emplea la expresión “tracemos una curva”...  Pues eso, que yo no soy un héroe. Demasiado retorcido para serlo.
            A raíz del capítulo anterior sobre mis amores con Ilina Ileana, amores juveniles y exagerados, con un final poco noble por mi parte, lo reconozco, mucha gente de Alagua me ha dicho, llegando algunos al insulto y otros a la confidencia con la mano en el hombro, que de un modo u otro esperaban un héroe. Quizá, más que esperar, lo necesitaban, porque idealizar es un defecto humano, y yo les he defraudado profundamente. No he dado la talla, esperaban mucho más de mí, parece mentira, y todo eso. Para ellos he perdido muchos puntos, y sé que a partir de ahora mis palabras no serán acogidas con el mismo beneplácito que antes de ese capítulo. Debería decir lo siento, pero voy a decir: ¡Y qué!
Tengo fama de muchas cosas, pero no de grosero, y este desplante, este querer defraudar de antemano las expectativas de los lectores, cuyo número a partir de este momento podría reducirse considerablemente, tiene un sentido: soy viejo, despistado, y sólo intento acordarme de mí. Estas son mis memorias, no las escribo para agradar a nadie ni para desvelar misterio alguno, los hechos que se reflejan en ellas son de sobra conocidos y las historias constantemente narradas por la comunidad, como mucho su objetivo final sería comprender mi vida desde la distancia que proporciona la edad, que sólo es tiempo, y en un espacio, eso sí, inevitable. Alagua se ve reflejada en ellas porque soy un Restaurador, nunca he salido de aquí, y por mucho que a las personas como yo se las reverencie por su carácter simbólico: somos una manifestación desesperada de la naturaleza, nuestra permanencia en un lugar garantiza su limpieza, si mejoramos nosotros mejora el entorno... todo el mundo sabe que para los afectados es una desgracia. Una enfermedad.
 Por este motivo, nadie sabe cuántos restauradores hay en Alagua. La mayoría no aceptan su condición, sienten que la naturaleza se está vengando a través de ellos, que los tiene injustamente encarcelados, y es bastante normal que renieguen y huyan. Algunos lo ocultan desde niños, apenas son conscientes de ello, y después del segundo o tercer desmayo al superar los límites establecen una frontera lejos de la frontera, para no ser descubiertos. Dejan de jugar con los demás niños, o restringen el círculo de amigos a los que nunca se alejan de la playa, y suelen fabricar instrumentos personales complejos y pesados que les sirven como disculpa para no andar moviéndose a la ligera. Algunos engordan a lo bestia para condenarse a la inmovilidad, pero otros hacen lo contrario y se mueven constantemente, dando la impresión de que siempre están en otra parte. Estos últimos, los restauradores nerviosos, suelen fabricar a su alrededor una gran mentira que los encubre. Conocí un restaurador tan hábil, tan experto en el arte de la desaparición y el fingimiento, que le llamaban Alta Mar, lo que en lenguaje local significa: lo más lejos que nunca llegarás.
 
Alta Mar era un tipo de nácar. Lo conocí bebiendo solo, cuando yo también bebía solo, después de cortar con Ilina Ileana, en un local nocturno del barrio de los Acantilados, que en aquella época se había convertido en mi residencia. No era la primera vez que lo veía merodeando por la zona, pero las veces anteriores iba con un grupo numeroso de Nacarados y pasaba casi desapercibido. Fue una moda de entonces, una especie de protesta por la dirección que estaba tomando Alagua, parecida a una ciudad mercantil de la música, con poca calma, mucha gente y demasiado ruido de fondo para los que intentábamos componer música. Los Nacarados reivindicaban el silencio. Iban casi desnudos, sólo un pantalón de trapos y sandalias, con la cabeza rapada y el cuerpo embadurnado de polvo de escamas y nácar. Eran presenciales. Llegaban a un sitio, se paseaban, miraban a todo el mundo como si no vieran a nadie, y se marchaban. Su lema era: Somos. No especificaban el qué. Cada uno llevaba al cuello un silbato mudo, y cuando uno de ellos se lo llevaba a la boca todos le seguían y soplaban hasta ponerse rojos como cabrachos. Pero no se oía nada, sólo soplar. Daba gusto verlo. Los borrachos siempre les aplaudían, y, como eso intrigaba mucho a los que no habían bebido lo suficiente, en los locales nocturnos se les llenaba la jarra hasta los bordes. Doy fe de que un grupo de nacarados tambaleándose era todo un espectáculo, y si además cantaban a coro, sin emitir sonido alguno, pero bien coordinados, se ganaban en cualquier parte una buena cena y la bebida correspondiente.
Aquella noche, la noche de marras, cuando tomé contacto con Alta Mar, yo había interpretado en el local más cutre de la zona, llamado La herida abierta, un lamentable solo de arpa de boca. Era un fragmento acelerado del Preludio del promontorio, muy mal interpretado, que apenas gustó al escaso público, y dos horas después ya me había bebido los beneficios. Cada vez que intentaba levantarme de mi mesa, el encargado de la barra negaba firmemente con el dedo, y en uno de los intentos me llamó la atención con demasiado énfasis, algunas cabezas se giraron, y la mirada de Alta Mar, desde su rincón solitario, se cruzó con la mía. Fue sólo un instante, un destello, pero fue suficiente. Pasa a veces. Yo siempre he sido un personaje conocido, y un restaurador declarado, y al verme algunos restauradores ocultos sienten esa pizca de pánico que los delata. Y, como sucedió en este caso, cuando se sienten descubiertos emprenden una acción temeraria. De modo que Alta Mar se puso en pie, abandonó su mesa y se vino dando traspiés hasta la mía. Al llegar saludó con la cabeza y, sin mediar palabra, me sirvió en mi jarra una ración generosa de su botella de aguardiente de pescado. Luego se sentó frente a mí y, como la urgencia era suya, comenzó a soltar la lengua.
Es sabido que los borrachos intentan antes de nada no confesar, y el modo en que lo intentan es precisamente su confesión. De entrada, Alta Mar dijo que era un viajero, algo pretencioso debido a su edad, poco mayor que yo, y a que procedía de aquí, un lugar casi aislado hasta hacía muy pocos años. Yo sabía que era de Alagua, él era consciente de ello, ciertos rostros permanecen desde la infancia más remota perfectamente arraigados a un lugar... de manera que no intentó decir que procedía del vertedero González, por poner un ejemplo. Podía haber viajado, eso es cierto, sin embargo dijo haber estado en un par de sitios de los que yo no había oído hablar jamás, y en otro que se consideraba de acceso imposible: Finisterre. La isla rodeada de un mar de petróleo enfurecido. Decían que había gente en su interior, humo y hogueras, pero no se sabía de nadie que hubiera entrado o salido de allí. Era evidente que Alta Mar mentía, o al menos estaba exagerando más de la cuenta, y por culpa de la borrachera también arriesgando demasiado. Se le podían perdonar esos disparates, pero no que se los creyera. No de ese modo. Porque yo vi en sus ojos que se los creía. Y para creer en lo inverosímil hay que tener una dolorosa habilidad.
Recuerdo la situación, no los diálogos, ni aproximadamente, en el local el ruido era atronador, y yo navegaba por los mares etílicos con mucho lastre, y más desde que compartía en mi favor el aguardiente de pescado. Alta Mar hablaba, y hablaba, y yo me servía de su botella, y recuerdo en especial el tono afectado que empleaba para contar sus viajes. Poco decía que no fuera sabido sobre un lugar concreto, por ejemplo que el Vertedero Rodríguez se alzaba imponente sobre la meseta desprendiendo del mismo centro una fumarola que llegaba a cinco kilómetros de altura, y que esa fumarola era su fuente de energía: quemaban la basura abriendo un hueco hacia el futuro. La descripción de Alta Mar no aportaba datos nuevos. Su visión, en cada momento relatado, sí lo hacía. El detalle. Lo importante era el detalle. Lo que él contaba servía para cualquier parte, pero afirmaba que había sucedido en tal lugar, y luego vuelta al detalle. Sólo los restauradores prestamos una atención tan extrema al detalle. De por vida vemos las mismas cosas, las mismas rocas, los mismos amaneceres, una y otra vez, y sentimos la necesidad imperiosa de cambiar tantas veces de ángulo que la cabeza aprisiona en tres dimensiones cada cosa hasta el menor de sus detalles. Detalles. Miles de partes en cada una de las partes.
Alta Mar me dijo, después de horas de charla, para culminar su mentira, que próximamente haría un viaje corto al Vertedero Pérez. Y matizó, sería al día siguiente, como si hubiera decidido de pronto adelantarlo para reforzar su decisión. Y sin más se despidió. Sabía que yo no le había creído absolutamente nada. Antes de dejarle marchar, como castigo, me aseguré de que vaciara todo su aguardiente en mi jarra, no se le fuera a derramar por el camino. Cuando salía por la puerta le saludé con la mano. Luego apuré mi jarra y lo seguí.
Alta Mar salió del barrio de los Acantilados rayando el alba, en dirección a la salida principal de Alagua. Allí estaba entonces el Abrevadero, un lugar donde solía reunirse gente que deseaba viajar y se subía a un carro o se apuntaba a un grupo de caminantes por afinidad personal o musical o tan sólo por ir acompañado. Casi todo eran traslados, gente que se iba sin intención de regresar, Alagua abierta al mundo era una gran  tentación. Sin embargo, en aquellos tiempos, el acopio de provisiones para un viaje representaba un inconveniente que había que planificar con mucha antelación y se tomaba muy en serio. Por eso la mayoría de los reunidos se dedicaban sólo al transporte de mercancías o a la naciente mensajería, y a cuidar los mulos y los burdéganos, que eran entonces el medio normal de locomoción. En cualquier caso, los inconvenientes del camino eran muchos, y las despedidas, aunque pocas, sonoras y emocionadas. En el Abrevadero la fiesta era permanente, y si te sumabas a una despedida podías incluso llorar de emoción. Supuse que Alta Mar se detendría allí, para contarle a otro sus mentiras, pero pasó de largo y se adentró por un callejón lateral, que yo conocía muy bien, y que conducía a través de un sinuoso desfiladero, a la Arruga de chatarra. Aquello no era salir de Alagua, sino precisamente evitar hacerlo. Pude dejar de seguirlo, mis sospechas ya estaban confirmadas, pero seguí adelante, a una prudente distancia.
Al salir del desfiladero ya había amanecido por completo y Alta Mar cruzó en perpendicular la Arruga de chatarra y se adentró en un terreno imposible. Nadie en su sano juicio pondría los pies en la lengua de chatarra que llegaba directamente desde el interior y vomitaba en el mar. Nuestro glaciar herrumbroso estaba en movimiento permanente, era peligroso en extremo, estructuras metálicas de varios metros podían cruzar de pronto el aire y caer, o abrirse una grieta y chatarra más blanda como los taladros salvajes salir en estampida aplastándolo todo. Desde niños estábamos prevenidos contra eso, quizá por ello contuviera demasiados elementos míticos, era casi un tabú. Alta Mar, sin embargo, se movía por allí como un experto marinero en una cubierta con marejada. Firme, decidido, y sin perder la dirección. No hubiera seguido tras él, me hubiera detenido el miedo, si no es por el alcohol , y por el eterno detalle.
Alta Mar conocía de algún modo dónde debía colocar los pies para moverse con seguridad sobre la chatarra. No era un chico del pantano, y esa habilidad sólo ellos la tenían, y yo en parte al haberme criado cerca de las marismas. Pero la chatarra no es agua. Parece más segura pero no lo es. El agua siempre es un colchón, y lo que está debajo de ella cumple una serie de normas comprensibles. Debajo de la chatarra puede haber cualquier cosa, agua también, y gas, y aceite, o un amasijo de hierros con un vacío enorme que espera por tu llegada para completarse, comprimirse y rodar. La chatarra contiene toda la incertidumbre. Sin embargo, yo entré detrás de Alta Mar porque le veía seguir un método, ese método lo comprendía y lo sentía como mío propio. En la Lengua de chatarra no había que fijarse en el movimiento, sino en la permanencia, en las cosas que parecían estar ancladas a algo y que después de vibrar todo el conjunto, ellas vibraban menos o mantenían menos tiempo la vibración. Había que confiar en el instinto, en los buenos reflejos, y tener siempre tres puntos donde poner los pies por si algo fallaba. Completamente lúcido no lo hubiera intentado. Pero me estaba serenando. Por eso mi propia dinámica, la concentración que requería, me hizo olvidar por un momento que estaba siguiendo a alguien, y cuando quise darme cuenta tenía a Alta Mar parado de frente, a unos metros de distancia, tambaleándose sobre una plancha de plástico que por momentos se combaba en el centro.
—¿Dónde crees que vas, Yoser Pez?
—Detrás de ti.
—¿Y qué quieres?
—De momento, seguirte.
—¿Para qué, para saber lo que ya sabes?
—No. Quiero saber qué haces con ello.
—¡Con qué!
—Con la ocultación.
—Estás borracho. Déjame en paz.
La plancha de plástico se tensó bajo los pies de Alta Mar, se soltó de un extremo y, cuando salió disparada, él ya había saltado y caía sobre en el filo de una vigueta de acero carcomido que había allí mismo, a medio paso de distancia. No hubo esfuerzo en sus movimientos, sólo naturalidad, y por supuesto la veloz alternancia de una mirada periférica con otra siempre en el suelo, como un pájaro nervioso. Como yo.
—Algún día tendremos un árbol –dije.
—Algún día tendremos un árbol –admitió.
—No deberías esconderte, ninguno de nosotros debería hacerlo.
—Ser restaurador no tiene porqué tener un sentido...
—Todo lo tiene.
—¿Partirse una pierna también? Hay cosas que sólo son accidentes, Yoser. Cada cojo cojea a su modo: sólo faltaría que encima hubiera normas para cojear.
—Razón no te falta.
—Entonces deja de seguirme, o te perderás. Estás muy pedo…
—Ya te digo —dije, y escuchamos un estruendo y Alta Mar se giró de repente para afrontar una ola impresionante de algo como azul cobalto que se nos venía encima. Él subió por ella como si ascendiera por una escalera empinada, apoyando las manos, pero yo vi una posibilidad en un costado, supuse que allí chocaría, corrí a resguardarme, chocó y pasó de largo. Cuando me asomé de nuevo, Alta Mar había desaparecido.
Miré en todas direcciones esperando verlo reaparecer pero no lo hizo. Después de un rato desconcertado, y sobre una zona que por momento me parecía cada vez más peligrosa, muy turbulenta, ya estaba a punto de dejarlo y retroceder cuando escuché un traqueteo enorme y un rodillo de vigas de aluminio que vibraban y se enredaban entre ellas llegó a gran velocidad. Estaba pensando dónde meterme y una mano me cogió del antebrazo y tiró de mí.
—Anda, entra, que todavía te vas a hacer daño.
El rodillo de vigas de aluminio golpeó justo a mi espalda, y no sucedió nada. Sencillamente se detuvo, se contrajo y saltó por encima. Me encontraba en una especie de jaula blindada, estrecha, y Alta Mar me indicó que le siguiera. Caminamos ligeros por un largo pasillo y salimos a una estructura metálica que recordaba las costillas de un gran animal abierto al cielo. Allí nos detuvimos, en la entrada de una galería que repiqueteaba con un sonido grave, como si estuviera bajo una lluvia descomunal que la hacían temblar y bambolearse. Pero todo dentro de un orden. Se notaba que la estructura estaba ideada para recibir el impacto, asimilarlo y volver a su posición. Alta Mar esperó después de un golpe un poco más fuerte que los demás y caminó por ella aprovechando el previsible retroceso. Al otro lado, había una cámara amplia e iluminada que recordaba la quilla de un barco.
—Es la quilla de un barco —me contó más tarde Alta Mar—, y no la encontré yo, sino un hombre que por su aspecto bien pudo ser mi padre. El parecido no podía ser casual. Le decían el Aguja. Era mudo, cuidó de mí durante una larga enfermedad que tuve de niño. Yo no tenía fuerzas en las piernas, el Aguja cargaba conmigo y me alejaba de los peligros. Vivíamos cerca de la Arruga, porque ofrece seguridad, y un día él descubrió que yo era restaurador y que era capaz de caminar sin miedo por la Lengua de chatarra. Aprovechamos mi habilidad para conseguir cosas que la gente de Alagua necesitaba y no sabía cómo encontrar, pero el Aguja se angustiaba cuando me veía adentrarme en la chatarra y, de tanto otear preocupado, se fijó en que había un punto inalterable. Así la encontró. Era esta quilla, y debía de pertenecer a un barco gigantesco.
—Puede que esté enterrado muy por debajo de la chatarra que se mueve. ¿Este refugio lo hicisteis los dos?
—Lo hice yo solo, pero lo proyectó el Aguja. Él nunca pudo poner los pies aquí. No era restaurador, y hubiera muerto aplastado nada más entrar en la Lengua de chatarra. Pero él lo diseñó y yo me limité a construirlo.
—¿Murió?
—No, se fue. Podía irse y por eso lo hizo. Una vez construido el refugio se sintió liberado del deber de cuidarme.
Alta Mar me pidió que le siguiera por una escalerilla metálica hasta un mirador en lo alto de la quilla. La ventana era imponente, ovalada, debía de corresponder al hueco por el que se descuelga el ancla, y estaba cubierta con una capa gruesa de cristal plastificado. Un viento de chatarra menuda la golpeaba y se podía ver desde una perspectiva insólita la Lengua de chatarra fluyendo y agitándose. En el mirador había atriles con libros abiertos, mapas antiguos, un telescopio, aparatos de medición y un cuaderno de bitácora en el que Alta Mar registraba a diario los cambios más sustanciales de la Lengua de chatarra.
—¿Se puede hacer una previsión de sus movimientos? —pregunté.
—De momento no, pero… Es un hecho que sigue una dirección, ¿verdad?
—Hacia atrás no va, eso desde luego.
El día clareaba con fuerza sobre la Lengua de chatarra y Alta Mar preparó un té de roca. Entonces nos sentamos a contemplar aquel magnífico desastre de la naturaleza, con su repiquetear de acero y chapa, y en mi cabeza los primeros envites de la resaca comenzaron a restarle importancia a todo. Alta Mar puso delante de mí una minúscula copa de bombilla y vertió en ella una aún más minúscula ración de esencia de menta.
—Que yo sepa —dijo—eres la primera persona, aparte de mí, que pone los pies en este lugar.
—Un honor, amigo.
—Pero sigo sin saber porqué me has seguido. ¿Qué buscas?
—¿Encontrar este lugar no te parece suficiente?
—No.
Bebí un poco de té, me escaldé la boca y, cuando iba a dejarlo caer al suelo, me contuve, aguanté la quemazón,  tragué, y puse la mano debajo para que cayera en ella la gota incontenible. Solté calor por la boca como un dragón.
—Me gusta la gente que miente bien—dije—, pero no puedo resistirme a la que se cree sus mentiras.
—¿Te refieres a mis viajes?
—Claro. Tú nunca te has movido de Alagua.
—Tampoco diseñé este refugio y ahora vivo en él.
—Y eso qué tiene que ver, no me aturdas…
—Vivo en un lugar que alguien pensó para mí y ese alguien, el Aguja, ahora viaja por mí. Me dijo que iría a esos lugares, me dejó escrito su itinerario…
—Puede haber muerto en el camino.
—Espero que no, pero eso no cambiaría nada. Prometió no volver jamás, de modo que su itinerario lo doy por cierto.
—¿Incluso que haya llegado a Finisterre?
—Si alguien es capaz…
Una lluvia de latas de cerveza comenzó a estrellarse contra el cristal del mirador. Estaban llenas, y su contenido estallaba como una estrella y la espuma blanca se pudría al contacto con el aire y se volvía roja, escarlata, morada y negra. Detrás vinieron un grupo de botes de tomate y, cuando reventó el primero, se nubló el  mirador. Alta Mar accionó una palanca y una manta de agua limpió el cristal.
—Algún día tendremos un árbol.
—Algún día.

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