Me llamo Yoser Pez. Mi instrumento personal es el arpa de boca. Tengo
aproximadamente 70 años y soy la persona más vieja que conozco. Nací y ahora
vivo retirado en el Vertedero de Alagua, una bahía rodeada de escombros cuya
mayor belleza es el Horizonte oxidado, una franja kilométrica de chatarra en
movimiento que destroza los atardeceres, y también sirve para recordarnos que
lo mejor siempre está por venir. Me considero una persona optimista, aunque
reconozco que no tengo motivos para ello.
Aquí, en la costa, la piel de basura que cubre la tierra ha descendido
hasta los diez metros, que todavía son cientos en el interior de la península,
en lugares como el Vertedero López, el Vertedero González y el más elevado, el
Vertedero Rodríguez. De allí procedía la Declaración del Centenario, redactada
a principios de siglo por un grupo de personas que reconocían por escrito
nuestra deuda con la música, anunciando de este modo paradójico el regreso de
la palabra. Volvía la palabra, pero con la cabeza gacha, consciente de sus
errores del pasado y con serias dudas sobre su completa recuperación. Por eso
encargaron la difusión de este mensaje a un colectivo duro, tenaz, despreciado
en todas partes. Gente como la cuentacuentos La Remi, que recogía el verbo y lo
sembraba. Ella nos enseñó a los habitantes de Alagua que era necesario hablar,
volver a decir, pero decir otras cosas.
Todo comenzó en el año 103 después del Derrumbe. Yo era entonces un niño
desbocado que correteaba por la chatarra de las marismas buscando algo que
llevarme a la boca, y supongo que mi única preocupación era determinar en cada
instante si lo que encontraba era comestible, como cualquier otro crío del
vertedero. Iba siempre a mi bola, medio en pelotas, llevaba el pelo rapado al
fuego, era sucio, oportunista, tan rápido y escandaloso como un cerdo y, al
igual que los demás niños de la época, no recuerdo una madre permanente, ni un
padre, ni nada semejante a una familia porque las condiciones ambientales no
daban para tanto.
En aquellos tiempos las brumas pesadas recorrían la costa con demasiada
frecuencia y se demoraban en Alagua con una saña muy especial. Ése era el
precio a pagar porque en un mismo punto geográfico se reunía toda la vida: los
abundantes animales marinos atrapados en el laberinto de basura, que penetraba
cientos de metros en el mar, y las diez mil almas hambrientas que se
abalanzaban sobre ellos para comérselos y sobrevivir. Alimento fácil, pero un
riesgo elevado porque con la bruma pesada venían los gases tóxicos, y pillaban
desprevenida a la gente, y provocaban
alucinaciones, y perturbaciones mentales, muchas de ellas sin retorno,
como es mi caso, que vivo aquejado de arritmia vital, arrebatos líricos y
aceleramiento.
En mis primeros recuerdos de infancia, de los pocos recuerdos personales
que tengo, me veo arrastrado por el fango y luego depositado en la lengua de
playa para recuperar el aire. Uno más entre cientos, miles tal vez, tumbados en
fila, contemplando en el cielo las bandadas de gaviotas tan apretadas que
parecían estorninos, pero no componían figuras, sólo tropezaban, se empujaban
unas a otras, y de vez en cuando recibían un latigazo de gas de vertedero y
eran diezmadas y caían en grupo como lluvia blanca sobre la bahía. Una infancia
extraña, nebulosa y asmática.
Los gases tóxicos alteraron nuestra percepción de la realidad y todo lo
que recordamos los habitantes de Alagua se asemeja bastante al delirio. Ahora
que el mundo comienza a levantar la cabeza, que el aire está más limpio, que
vamos recuperando nuestras funciones intelectuales y por fin nos comunicamos
entre nosotros, he podido recrear la llegada de La Remi. Pero es una
reconstrucción, un acuerdo, el compendio de los retales que guardamos en
nuestra memoria los supervivientes. Todos coincidimos en ciertos aspectos,
algunos detalles, incertidumbres, y damos por hecho que debajo de esa confusión
está la realidad.
Por lo tanto, hemos convenido entre todos que el día de la llegada de La
Remi a Alagua era un día soleado, de principios de primavera, después de una
lluvia larga y generosa que había limpiado el aire y antes de que llegara una
nube color ocre que produjo un desvanecimiento generalizado y una larga enfermedad,
que duraría meses. La Remi llegó a media mañana, cuando había más gente en las
marismas recogiendo crustáceos y pulpos azules. Entonces, el cuenco de la bahía
no había recuperado todavía el agua ni las mareas, estaba cubierto de vertidos
líquidos bajo el influjo de las variaciones. El mar golpeaba el horizonte
oxidado, intentando recuperar a la fuerza sus viejos dominios, y ola a ola
provocaba reajustes en la basura y generaba pequeñas ondulaciones que recorrían
el lodo del fondo. A veces, el horizonte avisaba con un crujido y había tiempo
para huir, o al menos alejarse de las zonas más profundas y desconocidas.
Entrar en la marisma era peligroso, el paisaje variaba de un día para otro, a
menudo las personas desaparecían bajo el lodo y pasaban a convertirse en comida
para el marisco. El miedo y la rabia formaban parte de la recolección de
alimentos. En las laderas y los salientes de los acantilados grupos de músicos
intentaban hacer menos penosa la tarea. Me veo a mí mismo junto a una multitud
de niños silbando el viento sobre nuestras cabezas con los boleadores.
Un boleador era un palo largo en
cuya punta hay un rodamiento de bolas al que van sujetos tubos eléctricos
corrugados, de diferentes tamaños y grosores, lastrados en el extremo con
piedrecillas, y cuando se lo hace girar con la velocidad adecuada forma
alrededor una coraza de sonido. Y eso hacíamos los niños, llamar al viento con
los boleadores, y crear la ilusión de que así alejábamos a los gases. Nadie nos
explicaba las cosas, sólo había algunas canciones, y coplas que pasaban de boca
en boca.
La campana de
viento te protege,
la campana
conserva tu aliento,
crea una
campana de cristal
con tu
pensamiento.
Lo siguen cantando los niños, aunque ahora tiene otro significado.
Mientras los niños de entonces hacíamos la Campana, los adultos tocaban
todo tipo de percusiones, y el alarido del conjunto se iba modulando hasta
lograr la armonía necesaria para formar un único canto. El canto de ese día, de
ese momento. Y si las cosas iban bien nos considerábamos en cierto modo una
comunidad y sentíamos la necesidad primordial de comunicarnos, de decirnos
cosas, lo que fuera. Y nuestra forma de hacerlo, incluso de saludarnos, era con
música. De hecho, cuando pienso en alguien de aquella época lo vinculo con su
instrumento personal y lo primero que llega a mi cabeza es el sonido, después
la imagen y sólo al final, y no siempre, su voz.
Aquella mañana, mientras se producía un intercambio rutinario entre
músicos y recolectores, llegó hasta nosotros una algarabía familiar. Se
escucharon bombos y platillos, pitos y flautas, la matraca, el chirriante y
caótico desconcierto que acompañaba a los músicos ambulantes. Aquél era para
todos un sonido irresistible, cuando
llegaban los músicos se abandonaba el trabajo para ir a recibirlos. Siempre
venían en grupos grandes y, aunque costaba bastante alimentarlos, se les daba
de todo con tal de que se quedaran con nosotros un tiempo largo y de este modo
aprendernos sus melodías. Después del paso de los músicos se repetían hasta la
saciedad sus tonadas, se le cantaban a los niños y formaban parte de nuestro
recuerdo. Así se marcaba cada momento, por la música que lo acompañaba.
El carromato de La Remi apareció tambaleándose en la boca del cañón de
chatarra que daba acceso a la bahía. De lejos recordaba a un juguete de cuerda
mal proporcionado. La cabina era diminuta comparada con la enorme mula blanca
que tiraba del conjunto. No se veía por ninguna parte a los músicos, pero
atronaba como si llevara en su interior toda una orquesta. Sobre la mula iba
subida una niña que paseaba tan tranquila sobre el lomo del animal y llamaba
con los brazos a la gente para que se acercara. Vestía unos harapos muy bien
ordenados. En su cara llevaba unas gafas cuadradas con brillos de titanio, y
debajo una sonrisa seria, apretada. En el pescante del carromato había un
hombre alargado, no alto, más bien espaguético, con brazos ágiles que iban
sacando de un baúl pañuelos aromáticos y se los entregaban a los primeros que
los recibían en Alagua.
Los músicos y los pañuelos aromáticos estaban muy vinculados y por eso
cuando nos dieron pañuelos creímos que eran músicos. Se detuvieron junto a una
explanada de roca y guiados por un enjambre de niños se situaron encima de un
promontorio. Frente a ellos se fue extendiendo la gente, muy separados, cada
cual con su instrumento al alcance de la mano. Si los músicos ambulantes
conocían su oficio tocarían de entrada la docena de canciones más populares,
que habían llegado incluso a aquel remoto lugar, y todos podríamos participar.
Sin embargo, después del preceptivo silencio que avisaba a los músicos de que
ya estábamos preparados, de que tenían un público esperando, el sonido brutal
del carromato se cortó de repente y en su lugar sólo escuchamos un ligero tintineo
de botellas. Yo estaba en primera fila y cuando cayó el telón sostuve con mis
manos la tela de raso.
La cabina se convirtió en un escenario. Un escenario rodeado de espejos.
Entre la delantera y la trasera había colocadas filas de cuerdas y de ellas colgaban
una infinidad de botellas de colores. Un carillón espectacular dispuesto según
una alineación desconocida, como siguiendo un extraño itinerario. De una
esquina, aunque pareció salir de la juntura entre dos espejos, surgió una
figura pintada a rayas, como el arco iris. La Remi estaba desnuda, hay quien
dice que llevaba una maya pintada, pero yo la vi desnuda. Era bajita, sólida, y
gesticulaba poniendo cara de estar más zumbada que una caracola. Bailaba. Se
contorsionaba. Daba la sensación de que seguía un camino entre las botellas,
que iba golpeando a su paso con todas las partes de su cuerpo, y sin embargo
con ritmo. De su boca salía un sonido gutural, irritante, como si hiciera
variaciones con algo sobrecogedor que le salía de las entrañas. Había una
lúgubre comicidad en sus gestos, una farsa, una burla, y nosotros no estábamos
acostumbrados a ese tipo de representaciones. Y lo peor es que hablaba. Sus
primeras palabras nos impactaron tanto que todavía se recuerdan:
Y ahora os voy a contar,
como siempre cuentan los cuentos,
el cuento de recordar.
Recordáis cómo era,
cuando era,
lo que fue.
Lo que fue y que se perdió.
¿Recordáis lo que era
recordar?
Hay palabras en la sopa,
mezcladas con las notas,
y debajo de cada nota
hay esperando otra nota,
pero yo no te hablo de notas,
te hablo del espacio,
del vacío entre las notas.
Ya te digo, mi ombligo:
se acabó tanto llorar,
que hay palabras en la sopa,
y la sopa, debe continuar.
(Recogido
por Tuna Raspa, 68 años, bongosera)
“No parecían palabras, era como el canto de un niño grande, un canto que
de pronto se entiende, y de pronto no. Que sí, y que no; que te digo algo, y no
te digo nada. Era angustioso. Si te dejabas llevar, te mareaba, y por eso
empezaron las protestas.”
(Jota Sargo, 69 años, birimbao)
“No digo que hablar estuviera prohibido, pero los adultos cortaban las
conversaciones porque decían que las palabras enturbiaban la cabeza. Y menos
mal que el espectáculo de La Remi no tenía argumentación, hubiera sido terrible
si alguien la acusa de argumentar. En aquel tiempo una persona que argumentaba
era un peligro público, y había que evitarla. A fin de cuenta teníamos derecho
a protegernos de los charlatanes, mira a qué desastre nos habían conducido. O
eso al menos decían los adultos. Yo participe en la pedrada, por imitación, y
ahora me arrepiento. Era un crío...”.
(Rito Escama, 66 años, chifla butanera)
Que yo recuerde no había nada peor que darle una piedra a alguien
mientras estaba interpretando una pieza, por mala que fuera. Como estábamos
acostumbrados a fabricar instrumentos a todas horas y con cualquier cosa, los
problemas de la vida se los achacábamos a una mala afinación o a un mal día
para tocar. Éramos generosos si había música de por medio, otra cosa eran las
palabras. Nos defendíamos de ellas por puro instinto, y sabíamos verbalizarlo:
—¡Iros a la mierda, cuentacuentos!
—¡Hablar y mentir es lo mismo!
—La única palabra que merece la pena es: Cállate.
—Lo que tengas que decir, no lo digas con palabras.
—Las palabras nos hicieron daño.
—Sobran las palabras.
Después de la andanada de frases hechas de Alagua, alguien comenzó a
tocar una melodía conocida, del lugar, sólo nuestra, y uno a uno se fue uniendo
la gente hasta que consiguieron silenciar a La Remi. Para un músico ambulante
eso significaba negarle la comida, obligarle a marcharse de la zona antes del
anochecer. Pero además ellos no eran músicos, y encima utilizaban la música
como parte de su espectáculo, sin demostrar hacia Ella el merecido respeto.
Esperar hasta el anochecer para librarse de los cuentacuentos era mucho
esperar.
Desde diferentes lugares de la
playa se fue adelantando gente en dirección al carromato, y de camino recogían
piedras. Los niños nos hicimos a un lado y se formó una fila de adultos que
desfilaron por delante del escenario depositando en el borde cada uno su
piedra. La Remi los saludaba al pasar con un golpe seco de cabeza. El
maquillaje exageraba su ceño fruncido, aunque parecía muy acostumbrada al
rechazo del público. El hombre alargado vino desde el fondo y la cubrió con una
capa. La niña de las gafas de titanio entró en escena y, cuando las piedras
completaron una fila, comenzó a retrasarlas para dejar sitio a las nuevas. Por
algún motivo sentí afinidad con aquel gesto, cogí mi arpa de boca y ya me
disponía a seguirle el ritmo al desfile de piedras cuando se escuchó a lo lejos
el indeseable ruido de una sirena.
La
nube ocre apareció de pronto como surgiendo del horizonte oxidado. Había
llegado por el mar y con el reflejo del sol y la distracción del espectáculo la
teníamos ya en mitad de la bahía. La gente corrió en todas direcciones buscando
sus refugios, para al menos desmayarse en un lugar seco y conocido. Yo me
encontré al pie del carromato sin saber qué hacer porque mi refugio se
encontraba en dirección a la nube. En cosa de minutos desapareció todo el
mundo. Una mano me tocó el hombro:
—Qué
pasa, chico —me preguntó La Remi.
—Gas
venenoso.
—Ya, pero qué tipo de gas.
—Pues venenoso —dije con mal tono, y me giré para mirarla. Al ver mis
ojos enfurecidos, los suyos se cerraron. La niña de las gafas asomó por detrás
de ella.
—Mi madre te pregunta si la sirena es la del metano, la del cloruro de
vinilo... No conocemos su toque.
—Sólo tenemos una sirena.
—¿Pero es automática, se pone en marcha cuando hay gas? —insistió la
niña.
—No, la toca cualquiera.
—¿Entonces, esa nube podría no contener nada? —me preguntó La Remi.
La miré y comprendí por qué la gente odiaba las palabras. Mientras
hablábamos la nube ocre se nos venía encima. Me tiré al suelo y rodé debajo del
carromato. Yo era entonces capaz de contener la respiración durante casi tres
minutos y tomé aire repetidas veces para ampliar mis pulmones: caería, pero
cuanto más tardara en caer menos daño me haría el gas. Inspiré con fuerza y en
ese momento el telón de raso se levantó dejándome al descubierto. Mis ojos
gritaron: la nube ocre estaba a tan solo unos metros de allí.
La niña de las gafas de titanio me
sonrió con condescendencia y me entregó una caja. Como no sabía qué hacer con
ella, la niña abrió ante mí una caja idéntica y de su interior sacó una cosa de
goma, con cristales redondos y correas. Se la puso en la cara.
—Es una máscara antigás.
Aunque lo deseaba, yo no podía creer a una titiritera. Y me desmayé.
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